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El poema es la enfermedad que cura el mal de la cordura


Acaso el mayor de los logros poéticos que creo descubrir en Leptospirosis del siempre bien recordado Ángel Díaz Miranda es el vínculo, establecido por el yo poético, entre la concreta inmediatez de su cuerpo (su humanidad) y la abstracta significación de un léxico estricto que se va repitiendo en cada verso. Es decir, la difuminación de los límites entre lo real y lo pensado.

Mitad poemario, mitad espacio vacío (puro homenaje al silencio) Leptospirosis se presenta como el canto indignado (mitad coraje, mitad desolación) a la gesta gubernamental fallida, torpemente ejecutada tras el azote en 2017 del gran huracán María. En efecto, a pesar de los intentos del gobierno por acallar estas y otras cifras, brotes de leptospirosis representaron una amenaza a la salud pública nacional durante los meses posteriores a aquel ciclón de cuya devastación apenas nos recuperamos actualmente. A estos brotes se les sumaron otra serie de infortunios como la falta de luz, que implicó la muerte de cientos de pacientes de diálisis o condiciones respiratorias. Mitad tragedia, mitad incompetencia gubernamental.

El resultado palpable fue la debacle colectiva, asumida por el yo poético de Leptospirosis como tragedia personal, casi exclusiva, aun cuando se haga la denuncia de que fueron más de cuatro mil seiscientos los muertos (los asesinados) por culpa de las precarias condiciones pos ciclónicas. De este modo, aparece en el poemario un solo cuerpo principal contagiado, una sola voz, en vez de un coro o un clamor general.

Se trata de una voz templada, a pesar de la sangre que denuncia. Se trata de una voz que aparece en primer momento como científica, como la simple voz de un enunciado informativo, atenta a su función referencial: “La bacteria puede entrar en el cuerpo/ a través de la piel o las membranas mucosas” (5). ¿Esto lo dice un poeta o un epidemiólogo? En realidad, el poeta siempre le abre cortésmente la puerta al médico, para que pase primero e informe y defina todo lo que respecte a la infección. A veces, el poeta ni siquiera se presenta en sala, como si todo se trata de un sentir, más que de un decir. No olvidemos que, según este mismo poeta, “el poema es la enfermedad” (6).

Los síntomas parecen haber quedado fuera: ¿dónde están las kilométricas filas frente al supermercado o la gasolinera? ¿Dónde, la flora arrasada, la tierra baldía, las casas sin techo y las tardes oscuras, asfixiadas por el humo de las plantas eléctricas? Los síntomas son los enormes espacios en blanco (los enormes silencios) con los que se construye el poemario: ¿silencios, o prolongados jadeos? El poeta-paciente respira encono y parece preferir callar, bien para ponderar sus (pocas) palabras, bien para descansar. Esta abatido, a pesar de sus palabras serenas. Además, reconoce que: “en el silencio (,) la cura” (15).  

¿O acaso es con espanto que se afirma: “toda vi a la lágrima de sangre caer” (25)? La mirada como protagonista, no la voz. No olvidemos que otro de los grandes protagonistas del poemario, el Dr. Weil, perdió fatídicamente la laringe y, por consiguiente, el habla. De ahí también la frecuencia de referentes visuales: “la luz solar directa” (18); “si miras (…) detenidamente” (24); “lágrimas rojas de tus rojos ojos” (31); “ojos nariz boca” (5, 37), etc. Su cenit está en el poema “Trayectoria de la infección”:

El poema colapsa aquí

en donde el animal surge

en donde las aguas se estancan

en don de palabra 

y tus ojos chorrean sangre (19).

La pugna entre lo visible y lo narrable ha sido decidida en favor de la primera (la vista), aun cuando se presenta en el poema un extraño “don de palabra” incapaz de penetrar la piel dura del animal que también es testigo de los fatídicos hechos. Más que armarse, la palabra tiende a descomponerse en el poemario, acercándonos textual y semánticamente a aquel joven Xavier Villaurrutia que al igual que nuestro poeta contemporáneo sentía una profunda Nostalgia de la muerte. En otras ocasiones, recordamos al Cummings que se dedicaba a reordenar sus versos en secuencias insólitas, ricamente sugestivas. Pero aquí desaparecen, tanto la profusión verbal del mexicano, como la trotona lucidez del neo inglés. Leptospirosis, repito, es el musitar de un paciente que calla, aun cuando mira de frente la posibilidad del grito.

Ojos, nariz, boca. ¿De quién es la primacía? Ahora el silencio (el espacio en blanco) es una invisibilidad. El lector no ve, a pesar de que “el poema es la enfermedad que lees” (19). El ignominioso chat que acompaña infecto al lector a través de tantas páginas, aparece tachado. A cambio, se nos ofrecen textos advenedizos, como los relacionados a la bacteria leptospira. Finalmente, la nariz, el sentido del olfato cede su protagonismo al resto del cuerpo del político, invadido plenamente por la aviesa infección. Es cierto, habíamos dicho que el poeta apenas escribía desde su estado agónico, contaminado, pero esto resultó ser falso.

Precisamente, para no contaminarse, para evadir cuanto puede la posibilidad del contagio, el poeta tiende la mirada ante el cuerpo del culpable quien, más que un portador, es el auténtico generador de la bacteria, autor preeminente del contagio. La boca no lo nombra. El ojo retira las vocales de su nombre, dejándole apenas una vibración: la “R” que recoRRe el espacio de las breves páginas, como si fuera un personaje adicional (un “actante gramatical”) del poemario. Ese cuerpo inodoro pero infecto es motivo de toda aversión.

Sobre todo, porque ha sido capaz de contaminar el alma del poeta, entendida esta última como un “agua” espiritual escondida de algún modo dentro del cuerpo del poeta:

Enséñame

a morir

con dignidad

paso a paso

para ahogar el alma (49).

 Agua, orina, sangre, mucosidad. Mientras más externa, más degradada o excesiva (como las inundaciones). Es lo que se nos advierte al principio de la lectura: a través de esos y otros líquidos se propaga el contagio. En este sentido “locura nada en la orina de ratas” (15). Además, como vimos, “el animal surge/en donde las aguas se estancan” (19). Aquellas que no se evaporan, convertidas en espirales de humo (54), se transforman en la inmunda saliva del cuerpo contaminado: “Tu saliva orina cunde patógenos” (42). Más adentro, el agua se traduce en un dolor que se aposenta sobre pulmones, riñones e hígado como en una consumada invasión.

J. R.

 A propósito del poemario Leptospirosis, de Ángel Díaz Miranda:

https://issuu.com/angelmdiaz/docs/6issuu_diaz_leptospirosis_

https://issuu.com/angelmdiaz/docs/6issuu_diaz_leptospirosis_?fbclid=IwAR2bCzTggqXL4zmxtRt9IA74X0VodPPeaz1tYqXfYbxh4ev_4x5HkkcEJF8

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