El 1 de enero de 1924 nació justo en la frontera entre la calurosa
ciudad señorial de Ponce y el frío municipio de Adjuntas un hombre
que llevaría precisamente la templanza como actitud constante ante las
circunstancias diversas de la vida, José Antonio Torres Pérez.
Estudiante, joven soldado, trabajador social, luego empresario diletante
y siempre un egregio director escolar, Míster Torres —como
mayoritariamente le llaman los adjunteños—, pasó toda su corta pero intensa juventud entre las sombras y claros
de la carretera 123, que él caminaba cinco veces a la semana, de la casa a la
escuela y viceversa, con el entusiasmo de un atleta y la sabiduría de un
pequeño sabio. Su lugar favorito era esa escuela. Allí, lo mismo que en el
barrio Guaraguao donde se crio, le llamaban Toñito. Entre amigos, maestras y
libros, cimentó su educación en conocimientos que aún le sirven de guía, pues
no estuvieron nunca dirigidos a la simple acumulación de datos, sino a la
aplicación directa en la vida.
Tan inmediata
era su relación con la verdadera vida (esa que está más acá de las situaciones
imaginarias y tantas otras ideologías dormidas) que a los dieciocho años, en
1943, formó parte de las fuerzas militares estadounidenses que atacaban la
ofensiva japonesa del Pacífico, durante la dilatada fase final de la segunda
Guerra Mundial. Este conflicto bélico apareció de manera tan imprevista en su
vida que, una vez acabado, José tuvo que regresar a finalizar sus interrumpidos
estudios escolares.
Tras un año
escolar en Adjuntas, regresa a la Perla del Sur, de cuya Ponce High se gradúa
finalmente. Es entonces cuando asume por completo su madurez, concentrándose en
los estudios universitarios que lo profesionalizarán, sobre todo por provenir
de una de las mejores instituciones de educación superior, entiéndase aquí la
Universidad Interamericana de Puerto Rico, específicamente su recinto
originario de San German, también conocido como el Poli. Corría el año de 1949.
A la par con
este rumbo académico se desarrollaba la importante vía amorosa que determinaría
los siguientes setenta años de su vida. Es así como por aquel feliz periodo de
su vida, conoce, corteja enamorado y desposa a Carmen María Camacho González,
el gran amor de toda su vida. Fue ella quien lo vio graduarse de universidad y
ofrecer en su nombre el rendimiento de sus múltiples servicios profesionales,
ya como maestro de artes industriales, ya como trabajador de asistencia
pública, adscrito al Departamento de Salud. Gracias a este último trabajo, pudo
andar y desandar a lo largo de todos los barrios de la extensa Ciudad del Viví,
Utuado.
Un lustro
estuvo trabajando don Jose en dicho pueblo, tras lo cual se asentó con firmeza
en la Ciudad del Gigante Dormido, municipio del que era oriunda doña Carmen.
Aquí, en la escuela Rafael Aparicio, va a laborar por diez años como Maestro de
Español, educando, entusiasmando y orientando a las generaciones de jóvenes
adjunteños que sucesivamente iban aprendiendo de la vida en su salón. Era tal
su interés por el bienestar de aquellos jóvenes que después de esa decena se
convirtió formalmente en Orientador Vocacional.
Sin embargo,
su impulso docente se encontraba aún totalmente dispuesto a aceptar nuevos
retos. Es por eso que 1972 asume las riendas totales de la escuela Rafael
Aparicio, logrando ejercer como su director escolar. En aquel entonces, el
plantel contaba con 1500 estudiantes, 60 maestros, una banda escolar, un
programa de cursos en teatro y una ingente presencia de los llamados estudios
vocacionales, tales como: costura industrial, electricidad, economía doméstica
y mecánica. Una sociedad en miniatura, dentro de aquel pequeño cuadro social
que era y sigue siendo el pujante pueblo de Adjuntas.
Ocho años
estuvo don José a cargo de la formación académica de todos aquellos
estudiantes. En 1980, luego de casi cuatro décadas de labores diversas, don
José se retiró también de las aulas. Entonces quiso concentrarse en su gran
finca, adaptándola a partir de ese momento como criadero de animales;
específicamente, de cabros, cerdos y ovejas. El mismo se trató de un momento
muy especial de su vida, ya que pudo estar aún más cercano a su querido
consorte, cónyuge y amiga, doña Carmita. Ella lo apoyó en sus esfuerzos
agrícolas, que incluyeron también estudios en hidroponía, área a la cual
también le dedicó tiempo, esfuerzo y capital.
Ese tiempo en
el agro don José lo dividió a partes iguales con sus compromisos como activo presidente
del Club de Rotarios de Adjuntas, comprometido asambleísta municipal y querido
líder del Consejo Vecinal, asociado al programa de consejos vecinales
desarrollado por la Policía de Puerto Rico.
La única pasión que don José no pudo desarrollar
plenamente fue la política, ya que su familia inmediata siempre le pidió que no
se dedicara a una actividad de tanta intranquilidad como la que esta
representa. De este modo, priorizando con amor el bienestar de su familia, pudo
concentrar sus intereses en otras
labores y quehaceres menos conflictivos.
Es así como a un mes de cumplir los cien años, don José
es un ser humano que irradia paz, tranquilidad, armonía y plenitud. Se le ve
contento. Se le escucha alegre. Se le siente confiado y se le quiere. La gente
lo quiere con el mismo cariño y amor con que él se ha querido a sí mismo y a
todos. Sin complejos, sin prejuicios, sin reparos. Porque el tiempo que se nos
escapa en dedicarnos a ellos, es el mismo que no dedicamos a amarnos a nosotros
mismos, a través del amor a los demás. Gracias, don José, por enseñarnos tan
importante lección.
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