Todos los años, durante la época otoñal que ya comienza, se oye un rechinar de dientes carietosos en el corazón de este blog. Soy yo, quien con incontenible soberbia, se dedica a despotricar frente a todos por los gustos tan gustosos y poco beneficiosos para mí, de nuestra patrona oficial: Carmen Dolores. El berrinche bien pudiera formar parte ya de una interesante tradición (literatura oficial versus literatura alterna), si bien sigue siendo grande el peso del decoro entre los nuestros, y grande la esperanza de redención en el cerebro poético de cada cual.
Tomemos, pues, la cosa a bromas dentro de unas cuantas líneas. Antes, anunciemos nuevamente la gran noticia dominical: el ganador del certamen de cuentos de este año, ha sido uno titulado La jirafa de Jayuya. Hasta ahí la seriedad, que por cierto, es casi broma. Lo demás es un chiste y al parecer de mal gusto, cosa que a mí me interesa menos por la publicación a tres páginas del cuento, previa reseña emotiva de la vida de su autor, que por los miles de pesos que me dejé de ganar por haber participado con mis cosas.
A eso de las once y pico de la mañana de antier, hora ya legal para zamparme una beer, decidí gastar los dos pesos (gringos) que ahora vale El Nuevo Día, y verificar qué de nuevo estaba sucediendo en mi Isla. Ni sabía que ese día publicarían los ganadores del 10k, perdón, del Certamen; ni me hacía las mínimas ilusiones de que yo pudiera ganar. (Mentira: si no, no hubiese participado.) Cuando vi ese contubernio imposible (como diría Mafalda) entre Jirafas y Jayuya, me hice honestamente la ilusión de que se premiaba un texto de alto ingenio, una ejemplar muestra de talento, un objeto lingüístico de verdadera fruición. No quise sospechar del vejestorio que aparecía como responsable del mismo, ni de las jirafas de cartón a las que se abrazaba el susodicho. Tuve que zamparme, en vez de una medalla, los dieciocho párrafos irregulares de mi rival (el cuento, no el viejo), para dar gracias al cielo por lo bella que es la vida y echarme a reír. Por una especie de fortuna literaria, no había sido yo el autor de aquella cosa tan tonta que publicaba El Viejo Día [sic], y que reseñaba con amor de bibliotecaria jamona nuestra querida patrona nacional, La Susodicha.
Para muestra un botón:
“Bajando el sol retiraron los platos. Al sentir el aroma del café lo fuimos a esperar en las mecedoras del portal, que a coro crujían sobre el piso de tablas. Éramos unos quince, entre adultos y niños. El humo de las espirales contra insectos nos rodeaba y competía con el de cigarros, cigarrillos y una pipa, la del capitán cliché. Las guitarras llegaron con algarabía y el cuatro comenzó a afinar.”
Ese párrafo no es tradicionalista, pero yo no soy yo, sino Juan Rulfo. La verdad es que no tiene de malo el cuento nada; solo que fue escrito hace cincuenta años atrás, en el espíritu de García Bárcena, quien como abuelo carismático quiso compartirlo con nosotros ahora, “como terapia” según él, y como dolor de cabeza, según mi chola posmoderna.
La buena noticia: siempre gana la lectura. La mala: nada que sea innovador se va a premiar allí. Para no agotar mi rabia en consideraciones fútiles, les dejo con el cuento perdedor con el que participé este año. Año en que, como ven, no me visitó de seguro la Virgen de los Dolores:
Tres
Ni usted ni yo hemos visto los originales, pero sabemos lo ca-
Carla también lo sabía, aunque no por conocer al pintor sino por lo ca-
cada trazo es un detalle que sugiere la inmensidad de una vida, dura o car-
caros, como son esos cuadros hasta siempre, mientras los sepamos valiosos e inservibles, como el resto de los objetos del Arte, acá o allá en Figueres, de donde son esos cuadros soberbios y profundos como el propio Dalí. Sin embargo, mientras el pintor ya partía a otro limbo, lejos de su obra, Carla y yo cenábamos juntos en este gran pequeño territorio, bajo una réplica de Rosa meditativa, tensos y excitados. Menos por el talento del catalán que por la luz de la tar-
tarjeta y carta. Le había enviado algunas líneas mal escritas (porque fueron dichas sin amor) y desde esa hora no sonreía con su entusiasmo habitual, pues ella en efecto comprendió aquel mensaje, y supongo que en aquellos instantes de la cena, bajo la Rosa crepuscular, Carla ya sospechaba de mi infidelidad. Descreimiento. Yo inclu-so-sospeché que al final de la velada no descansaríamos, una vez más, sobre nuestra cama. Diciéndome que todo eso dolía en mí no por mí, sino por ella: por “su obstinada voluntad de desearme”. Así de patán. Así no quería causarle a mi esposa el dolor que le causaba silenciosamente al engañarla. Así me lo dije y me lo reproché. Pero irremediablemente y desde entonces, bajo el mutismo de la Rosa, Carla fue para mí, una mujer consumida por la desolación, por el exangüe brillo de las tar-
tardanzas, demoras sexuales que tuvimos tantos días, Dayana, confabulándonos humanamente en contra de la tarde. Mientras gemías, yo me consumía de placer besando tu cuerpo tibio, con una tibieza que se desprendía de tu piel sin cesar, y que yo anhelaba sentir por todas las noches de mi imprecisa vida, por todas las tar-
tartamudeé cuando Carla me preguntó si la amaba, y no debí tartamudear porque era difícil, a fin de cuentas, propiciar esa ruptura. Propiciarla de ese modo, tan a mi favor. La Felicidad, que para mí equivalí-a-alumbrarme bajo la media luna hiriente de Dayana, no podía conseguirse tan crudamente. Pero fallaron nuevamente mis mentiras y tartamudeé, gagueé, me debatí visiblemente entre la cortesía y la verdad. Siempre la verdad, con la cual es inútil combatir frente a una taza, bajo una Rosa. Yo miré a Carla fijamente, y cuando pregunté, simulando candor: ¿No se nota?, ella sonrió calladamente. No me miró. Ni siquiera se acercó a mi mano, lejos un milímetro de la suya. Lo cual definitivamente significó para mí, causada por la desvergüenza, la ruptura. Su decepción. Mi descreimiento. Callaba. Y sonreía ante la infantil pregunta que nada planteaba, nada en verdad cuestionaba. Le hubiera preguntado qué hubiera sido de ella si hubiera nacido pez, y la pregunta hubiera sido la correcta. Pero ahora Carla sonreía y callaba, pensando de seguro que yo pronunciaría aquel “amor” del que ni siquiera le hablé, vulgarmen-te
te había dicho Es otra luz, aunque reconozco, Dayana, que subestimabas las palabras. Yo descreía de ellas, que no es lo mismo. ‘La palabra’, incluso para mí, que he temido su peligroso momento, siempre ha sido poderosa. En esos días le llamé de otro modo al beso que nos dimos, cada tarde, en nuestra zona capilar. (Llámale ahora así, por favor; por favor, no comentes.) Yo quería que me amaras por todo cuanto dijera. A ti. Y no hice, recuerdas, más que hablarte. Prometerte. Detallarte un plan de ensueño. Sin saberlo Dayana, ni saber que para ti, no significaba nada. La distancia. Quería tenerte desde entonces a mi lado, sin conocer ni los medios ni tu afán. No quise convencerme de que siempre estarías lejos. Pero debí sospecharlo. Porque, aunque no preguntaste nada sobre Carla, sí insististe demasiado en recordar lo que hiciste, cuando fuiste la Dayana independiente que aún no sabía de mis anhelos ni de mí. Me hablaste de aquellos a quienes amaste, envolviéndome conscientemente en esa intimidad a la que yo no podía corresponder con ninguna. Eso era una desventaja que me silenciaba. Porque tú no ibas a preguntarme nada, en cambio, sobre Carla, y al no hacerlo, me relegabas al rincón de la cama sobre la que estaba y te quería. Cama sobre la sólo, tal vez, quizás, me deseabas. Consciente, sin embargo, de que yo pretendía algo más que ser cortés al escuchar-te
temí, aunque lo hice de todos modos, acercar más mi mano. Ella señaló con la suya hacia la Rosa y, algo después, me pidió que saliéramos. Esa noche discutimos cuando no podía creer que tantos años, tantos años de casados para nada. Yo callaba. Desde el restaurante callaba. No le había dicho nada. Pero mi silencio toda mi culpa otorgaba. ¿Quién es?, preguntó. “No es nadie”, contesté. ¿Quién es?, estaba muy molesta. “Mi amor”. A mí no me digas mi amor, y no te hagas el pendejo. Quiero saber ahora mismo quién es esa mujer, porque tengo el derecho, así que aca-ba.
bajo una tarde serena, habías acabado de presentarme con tu boca, aquellas historias oblicuas sobre otros. Ingenua (pendeja-) mente, me sentía vigoroso. Me parecía una nueva “sensación disciplinante”. Pensé que debía soportarlo todo, presenciarlo todo, para que ello me hiciera más fuer-te-te noté sin embargo distraída, Dayana, como si hubiera dejado de importarte cualquier cosa, desde el momento mismo en que acabaste esas historias. Como si con ellas acabara tu interés que yo, aprovechando tu silencio, quise reavivar más tarde. Dije: Estoy dispuesto a todo, con Carla en la frase. Pero tú no insististe. Tenías los ojos marrones y eras hermosa. Con ellos miraste al abanico del techo, mientras yo me dediqué largamente a contemplarte. Estábamos desnudos como nuestras palabras. Y por eso creía, quería creer honestamente en lo poco que me habla-bas
bastaba aquel silencio, me había dicho a mí mismo. Así que terminé por aceptar, abriendo con una simple Tú no la conoces, un caudal de furia con que Carla se abalanzó hacia mí para darme. Tenía aquellos puños diminutos con que me dejé golpear, avergonzado, intentando calcular la estupidez exacta que había utilizado para defender-te.
te mantenías, en cambio, ahí: dentro de ti, guardada. Y cuanto decías era cierto, pero no inapelable, como el amor que me dolía entonces en la sangra y las palabras. “Ah, pero qué bueno que me duela ahora aún más”, me digo hoy, bajo la noche contemplo en la ventana, trizada de vidrios y de estrellas. Que me duela esta pasión de frente, y me enseñe a vivir. (Que me joda.) Tal vez, si llego a soportarlo, creceré nuevamente. ¿Para qué? Para reírme de una vez de mis erro-res
respeto a lo que hemos sido, decía mientras el vino Carla. Decía mientras el vino Carla. Decía: en esa nuestra última hora juntos. Mientras: yo esquivé la botella de vi-no no sin antes lamentar el escándalo que estábamos haciendo. El: viejo y peligroso trámite de la persona al artículo. Vino: como una mala noticia que nacía de mi boca, vino. Me atreví a proponerle a Carla el divorcio. Por ti, Dayana, a quien apenas conocía. Tan “ansioso” (Llámale ahora así, por favor; por favor, no comentes) me encontraba. Carla: mi esposa, ofendida y enojada, maldecía y blasfema-ba
bajo tu media luna hiriente, que es el sexo, para qué negar-lo lo difícil es limitarse a seguirlo desde lejos. La vida, que nace en el sexo, duele bajo el sexo. La vida, que apuñalamos por el sexo, decide bajo el sexo. “La vida”. Como decir: “Todo lo que no eres, eso realmente grande que se te escapa.” Porque la vida, según la definición que hemos puesto de moda, Dayana, es todo eso que sucede a pesar de ti. La vida que continúa sin Dayana. La vida que corre a pesar de Jorge y sin Da-ya-na.
Ya nada importaba, porque esa noche Carla destrozó mis libros cuando llegamos a la casa, y llamó a todos y cada uno de los números telefónicos, una hora más tarde, que se registraban en mi celular. La policía llegó a las once pe eme, y se fue media hora después que Carla me acusara ante los guardias por robo y asesinato (de su alma). Yo seguía sin hablar. Hacía horas que no decía una palabra. Hasta que Carla se agotó, no sé si de llorar o deshacer, pero faltó a su lengua dispuesta a seguir insultándome, y se limitó a ordenarme: “Esta noche duermes en el carro”. Lo que no tenía por qué ser, como en el fondo pensé que deseaba, una absoluta despedida. Adiós. Pero acabamos de una vez porque yo me fui a dormir al auto. Y a la mañana siguiente acabamos de nuevo, cuando intenté lavarme los dientes en la casa, sin comprender que Carla había decidido llegar tarde a su trabajo sólo por negarme el paso hasta el lavabo. Y seguimos acabando nuestro amor de tantos años, cuando me apresuré a ir al cajero automático y arrancarle mi dinero, antes que la furia de Carla se volcara sobre mis demás pertenencias, que ya no eran mis libros ni mis contactos telefónicos, sino mi cuenta bancaria o ese mi propio automóvil que estacioné en la avenida, Dayana, porque había decidido desayunar en algún lado, y saborear poco a poco las impresiones de mi alcanzada ‘libertad’. Pero tú apareciste en el fondo de la calle, Dayana, porque ese también era tu barrio; y ese tranquilo andar, tu rutina; y esa mujer, parte de tus muchos secretos, sonriente como tú en la mañana, complacida de la figura con quien hablaba, tanto que entrelazaba su mano con la tuya, como para no dejarte escapar, parecido a la asfixia, desolador. Porque te estuve observando mientras comías y hablabas, con la gracia de cualquier mujer despreocupada.La diferencia fue que tú te inmiscuiste en ese asunto demasiado, y por eso me desboronó el dolor, cuando tomaste de la mejilla a tu amiga y la besaste en la boca, plácida, despreocupadamente. Y yo me pregunté qué hubiera sido de mi vida si fuese yo el que hubiera nacido pez, pescando frases, balbuceando incoherencias: “es otra luz”, “bajo una tarde serena”... Frases que traté luego de escribirte en una carta que rompí, sin llegar a redactar del todo. Dónde quedaba mi oficina, quiénes eran mis amigos. No recordaba. Bastaba una sílaba de esa palabra, Da-ya-na… ya nada quedaba en orden. Carla marchó a los Estados. Dos meses después te vi, de nuevo con esa mujer. Tu mirada tardó en reconocerme, como si estuviera atisbando una extraña criatura venida del más lejano confín. Fin.
Tomemos, pues, la cosa a bromas dentro de unas cuantas líneas. Antes, anunciemos nuevamente la gran noticia dominical: el ganador del certamen de cuentos de este año, ha sido uno titulado La jirafa de Jayuya. Hasta ahí la seriedad, que por cierto, es casi broma. Lo demás es un chiste y al parecer de mal gusto, cosa que a mí me interesa menos por la publicación a tres páginas del cuento, previa reseña emotiva de la vida de su autor, que por los miles de pesos que me dejé de ganar por haber participado con mis cosas.
A eso de las once y pico de la mañana de antier, hora ya legal para zamparme una beer, decidí gastar los dos pesos (gringos) que ahora vale El Nuevo Día, y verificar qué de nuevo estaba sucediendo en mi Isla. Ni sabía que ese día publicarían los ganadores del 10k, perdón, del Certamen; ni me hacía las mínimas ilusiones de que yo pudiera ganar. (Mentira: si no, no hubiese participado.) Cuando vi ese contubernio imposible (como diría Mafalda) entre Jirafas y Jayuya, me hice honestamente la ilusión de que se premiaba un texto de alto ingenio, una ejemplar muestra de talento, un objeto lingüístico de verdadera fruición. No quise sospechar del vejestorio que aparecía como responsable del mismo, ni de las jirafas de cartón a las que se abrazaba el susodicho. Tuve que zamparme, en vez de una medalla, los dieciocho párrafos irregulares de mi rival (el cuento, no el viejo), para dar gracias al cielo por lo bella que es la vida y echarme a reír. Por una especie de fortuna literaria, no había sido yo el autor de aquella cosa tan tonta que publicaba El Viejo Día [sic], y que reseñaba con amor de bibliotecaria jamona nuestra querida patrona nacional, La Susodicha.
Para muestra un botón:
“Bajando el sol retiraron los platos. Al sentir el aroma del café lo fuimos a esperar en las mecedoras del portal, que a coro crujían sobre el piso de tablas. Éramos unos quince, entre adultos y niños. El humo de las espirales contra insectos nos rodeaba y competía con el de cigarros, cigarrillos y una pipa, la del capitán cliché. Las guitarras llegaron con algarabía y el cuatro comenzó a afinar.”
Ese párrafo no es tradicionalista, pero yo no soy yo, sino Juan Rulfo. La verdad es que no tiene de malo el cuento nada; solo que fue escrito hace cincuenta años atrás, en el espíritu de García Bárcena, quien como abuelo carismático quiso compartirlo con nosotros ahora, “como terapia” según él, y como dolor de cabeza, según mi chola posmoderna.
La buena noticia: siempre gana la lectura. La mala: nada que sea innovador se va a premiar allí. Para no agotar mi rabia en consideraciones fútiles, les dejo con el cuento perdedor con el que participé este año. Año en que, como ven, no me visitó de seguro la Virgen de los Dolores:
Tres
Ni usted ni yo hemos visto los originales, pero sabemos lo ca-
Carla también lo sabía, aunque no por conocer al pintor sino por lo ca-
cada trazo es un detalle que sugiere la inmensidad de una vida, dura o car-
caros, como son esos cuadros hasta siempre, mientras los sepamos valiosos e inservibles, como el resto de los objetos del Arte, acá o allá en Figueres, de donde son esos cuadros soberbios y profundos como el propio Dalí. Sin embargo, mientras el pintor ya partía a otro limbo, lejos de su obra, Carla y yo cenábamos juntos en este gran pequeño territorio, bajo una réplica de Rosa meditativa, tensos y excitados. Menos por el talento del catalán que por la luz de la tar-
tarjeta y carta. Le había enviado algunas líneas mal escritas (porque fueron dichas sin amor) y desde esa hora no sonreía con su entusiasmo habitual, pues ella en efecto comprendió aquel mensaje, y supongo que en aquellos instantes de la cena, bajo la Rosa crepuscular, Carla ya sospechaba de mi infidelidad. Descreimiento. Yo inclu-so-sospeché que al final de la velada no descansaríamos, una vez más, sobre nuestra cama. Diciéndome que todo eso dolía en mí no por mí, sino por ella: por “su obstinada voluntad de desearme”. Así de patán. Así no quería causarle a mi esposa el dolor que le causaba silenciosamente al engañarla. Así me lo dije y me lo reproché. Pero irremediablemente y desde entonces, bajo el mutismo de la Rosa, Carla fue para mí, una mujer consumida por la desolación, por el exangüe brillo de las tar-
tardanzas, demoras sexuales que tuvimos tantos días, Dayana, confabulándonos humanamente en contra de la tarde. Mientras gemías, yo me consumía de placer besando tu cuerpo tibio, con una tibieza que se desprendía de tu piel sin cesar, y que yo anhelaba sentir por todas las noches de mi imprecisa vida, por todas las tar-
tartamudeé cuando Carla me preguntó si la amaba, y no debí tartamudear porque era difícil, a fin de cuentas, propiciar esa ruptura. Propiciarla de ese modo, tan a mi favor. La Felicidad, que para mí equivalí-a-alumbrarme bajo la media luna hiriente de Dayana, no podía conseguirse tan crudamente. Pero fallaron nuevamente mis mentiras y tartamudeé, gagueé, me debatí visiblemente entre la cortesía y la verdad. Siempre la verdad, con la cual es inútil combatir frente a una taza, bajo una Rosa. Yo miré a Carla fijamente, y cuando pregunté, simulando candor: ¿No se nota?, ella sonrió calladamente. No me miró. Ni siquiera se acercó a mi mano, lejos un milímetro de la suya. Lo cual definitivamente significó para mí, causada por la desvergüenza, la ruptura. Su decepción. Mi descreimiento. Callaba. Y sonreía ante la infantil pregunta que nada planteaba, nada en verdad cuestionaba. Le hubiera preguntado qué hubiera sido de ella si hubiera nacido pez, y la pregunta hubiera sido la correcta. Pero ahora Carla sonreía y callaba, pensando de seguro que yo pronunciaría aquel “amor” del que ni siquiera le hablé, vulgarmen-te
te había dicho Es otra luz, aunque reconozco, Dayana, que subestimabas las palabras. Yo descreía de ellas, que no es lo mismo. ‘La palabra’, incluso para mí, que he temido su peligroso momento, siempre ha sido poderosa. En esos días le llamé de otro modo al beso que nos dimos, cada tarde, en nuestra zona capilar. (Llámale ahora así, por favor; por favor, no comentes.) Yo quería que me amaras por todo cuanto dijera. A ti. Y no hice, recuerdas, más que hablarte. Prometerte. Detallarte un plan de ensueño. Sin saberlo Dayana, ni saber que para ti, no significaba nada. La distancia. Quería tenerte desde entonces a mi lado, sin conocer ni los medios ni tu afán. No quise convencerme de que siempre estarías lejos. Pero debí sospecharlo. Porque, aunque no preguntaste nada sobre Carla, sí insististe demasiado en recordar lo que hiciste, cuando fuiste la Dayana independiente que aún no sabía de mis anhelos ni de mí. Me hablaste de aquellos a quienes amaste, envolviéndome conscientemente en esa intimidad a la que yo no podía corresponder con ninguna. Eso era una desventaja que me silenciaba. Porque tú no ibas a preguntarme nada, en cambio, sobre Carla, y al no hacerlo, me relegabas al rincón de la cama sobre la que estaba y te quería. Cama sobre la sólo, tal vez, quizás, me deseabas. Consciente, sin embargo, de que yo pretendía algo más que ser cortés al escuchar-te
temí, aunque lo hice de todos modos, acercar más mi mano. Ella señaló con la suya hacia la Rosa y, algo después, me pidió que saliéramos. Esa noche discutimos cuando no podía creer que tantos años, tantos años de casados para nada. Yo callaba. Desde el restaurante callaba. No le había dicho nada. Pero mi silencio toda mi culpa otorgaba. ¿Quién es?, preguntó. “No es nadie”, contesté. ¿Quién es?, estaba muy molesta. “Mi amor”. A mí no me digas mi amor, y no te hagas el pendejo. Quiero saber ahora mismo quién es esa mujer, porque tengo el derecho, así que aca-ba.
bajo una tarde serena, habías acabado de presentarme con tu boca, aquellas historias oblicuas sobre otros. Ingenua (pendeja-) mente, me sentía vigoroso. Me parecía una nueva “sensación disciplinante”. Pensé que debía soportarlo todo, presenciarlo todo, para que ello me hiciera más fuer-te-te noté sin embargo distraída, Dayana, como si hubiera dejado de importarte cualquier cosa, desde el momento mismo en que acabaste esas historias. Como si con ellas acabara tu interés que yo, aprovechando tu silencio, quise reavivar más tarde. Dije: Estoy dispuesto a todo, con Carla en la frase. Pero tú no insististe. Tenías los ojos marrones y eras hermosa. Con ellos miraste al abanico del techo, mientras yo me dediqué largamente a contemplarte. Estábamos desnudos como nuestras palabras. Y por eso creía, quería creer honestamente en lo poco que me habla-bas
bastaba aquel silencio, me había dicho a mí mismo. Así que terminé por aceptar, abriendo con una simple Tú no la conoces, un caudal de furia con que Carla se abalanzó hacia mí para darme. Tenía aquellos puños diminutos con que me dejé golpear, avergonzado, intentando calcular la estupidez exacta que había utilizado para defender-te.
te mantenías, en cambio, ahí: dentro de ti, guardada. Y cuanto decías era cierto, pero no inapelable, como el amor que me dolía entonces en la sangra y las palabras. “Ah, pero qué bueno que me duela ahora aún más”, me digo hoy, bajo la noche contemplo en la ventana, trizada de vidrios y de estrellas. Que me duela esta pasión de frente, y me enseñe a vivir. (Que me joda.) Tal vez, si llego a soportarlo, creceré nuevamente. ¿Para qué? Para reírme de una vez de mis erro-res
respeto a lo que hemos sido, decía mientras el vino Carla. Decía mientras el vino Carla. Decía: en esa nuestra última hora juntos. Mientras: yo esquivé la botella de vi-no no sin antes lamentar el escándalo que estábamos haciendo. El: viejo y peligroso trámite de la persona al artículo. Vino: como una mala noticia que nacía de mi boca, vino. Me atreví a proponerle a Carla el divorcio. Por ti, Dayana, a quien apenas conocía. Tan “ansioso” (Llámale ahora así, por favor; por favor, no comentes) me encontraba. Carla: mi esposa, ofendida y enojada, maldecía y blasfema-ba
bajo tu media luna hiriente, que es el sexo, para qué negar-lo lo difícil es limitarse a seguirlo desde lejos. La vida, que nace en el sexo, duele bajo el sexo. La vida, que apuñalamos por el sexo, decide bajo el sexo. “La vida”. Como decir: “Todo lo que no eres, eso realmente grande que se te escapa.” Porque la vida, según la definición que hemos puesto de moda, Dayana, es todo eso que sucede a pesar de ti. La vida que continúa sin Dayana. La vida que corre a pesar de Jorge y sin Da-ya-na.
Ya nada importaba, porque esa noche Carla destrozó mis libros cuando llegamos a la casa, y llamó a todos y cada uno de los números telefónicos, una hora más tarde, que se registraban en mi celular. La policía llegó a las once pe eme, y se fue media hora después que Carla me acusara ante los guardias por robo y asesinato (de su alma). Yo seguía sin hablar. Hacía horas que no decía una palabra. Hasta que Carla se agotó, no sé si de llorar o deshacer, pero faltó a su lengua dispuesta a seguir insultándome, y se limitó a ordenarme: “Esta noche duermes en el carro”. Lo que no tenía por qué ser, como en el fondo pensé que deseaba, una absoluta despedida. Adiós. Pero acabamos de una vez porque yo me fui a dormir al auto. Y a la mañana siguiente acabamos de nuevo, cuando intenté lavarme los dientes en la casa, sin comprender que Carla había decidido llegar tarde a su trabajo sólo por negarme el paso hasta el lavabo. Y seguimos acabando nuestro amor de tantos años, cuando me apresuré a ir al cajero automático y arrancarle mi dinero, antes que la furia de Carla se volcara sobre mis demás pertenencias, que ya no eran mis libros ni mis contactos telefónicos, sino mi cuenta bancaria o ese mi propio automóvil que estacioné en la avenida, Dayana, porque había decidido desayunar en algún lado, y saborear poco a poco las impresiones de mi alcanzada ‘libertad’. Pero tú apareciste en el fondo de la calle, Dayana, porque ese también era tu barrio; y ese tranquilo andar, tu rutina; y esa mujer, parte de tus muchos secretos, sonriente como tú en la mañana, complacida de la figura con quien hablaba, tanto que entrelazaba su mano con la tuya, como para no dejarte escapar, parecido a la asfixia, desolador. Porque te estuve observando mientras comías y hablabas, con la gracia de cualquier mujer despreocupada.La diferencia fue que tú te inmiscuiste en ese asunto demasiado, y por eso me desboronó el dolor, cuando tomaste de la mejilla a tu amiga y la besaste en la boca, plácida, despreocupadamente. Y yo me pregunté qué hubiera sido de mi vida si fuese yo el que hubiera nacido pez, pescando frases, balbuceando incoherencias: “es otra luz”, “bajo una tarde serena”... Frases que traté luego de escribirte en una carta que rompí, sin llegar a redactar del todo. Dónde quedaba mi oficina, quiénes eran mis amigos. No recordaba. Bastaba una sílaba de esa palabra, Da-ya-na… ya nada quedaba en orden. Carla marchó a los Estados. Dos meses después te vi, de nuevo con esa mujer. Tu mirada tardó en reconocerme, como si estuviera atisbando una extraña criatura venida del más lejano confín. Fin.
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