Hubiese sido bueno una campaña inter-universitaria que promoviera el diálogo entre los distintos “sistemas universitarios” de la Isla. Las sorpresas no se dejarían esperar…
Como ustedes saben, laboro como maestro o “profesor” (¿cuál es la diferencia?) en una institución privada: John Dewey College, que está comprometida fundamentalmente con la educación de los sectores desventajados del Pueblo. Es una institución sin fines de lucro, a pesar de las apariencias (su ritmo de expansión es asombroso), que tiene como “filosofía” (además del pragmatismo de Dewey) aceptar sin requerimientos o exigencias académicas a sus estudiantes, para luego irlos formándolos y finalmente pedirles un porcentaje de progreso académico mínimo, antes de que culminen sus estudios. John Dewey se juega la reputación en sus graduandos. Por eso nos prohíbe terminantemente, a la Facultad, “regalar la nota”; y por eso también es que se afana en motivar a los estudiantes e intentar proveerles las mejores condiciones de estudio posibles, si bien la comparación entre algunas de sus facilidades y las de otras universidades deja al descubierto muchas de sus carencias y faltas. No importa: es una institución en continuo crecimiento.
Y sus estudiantes, de perfil variado, están a favor de la cuota impuesta a los estudiantes de la Yupi. No era para menos: están acostumbrados a pagar por sus estudios. No saben lo que es estudiar en una institución de bajo costo, lo que es una soberana ironía, pues John Dewey College es, después de la Yupi, la universidad más barata de Puerto Rico. “Que paguen”, me dicen todos los días mis estudiantes, a lo que yo les pregunto: “¿Y si John Dewey les impone a ustedes una cuota?” “La pagamos”, me responden sin chistar.
Y es que el colonizado ve las cosas de ese modo. Yo mismo a veces me digo, “Bueno, ¿cuál es el problema?, acabo de pagar la cuota con mi sueldo; otros la podrán pagar con sus becas, o la ayuda de sus padres.” Lo confieso, a veces me digo eso. Pero el viernes, en mi turbulenta sección de la noche, yo mismo me contesté esa duda frente al grupo: “Lo que pasa es que ellos quieren una universidad gratuita. Una universidad del Estado que sea de bajo costo.” Los ánimos se caldearon un poco y yo tuve que seguir con mis complementos y sintaxis.
“Una universidad gratuita”, me repito. Y lo menos que puedo hacer es reírme. Eso está más lejos que la maldita estadidad. Para que eso ocurra tenemos que comenzar por no elegir gobernadores republicanos como el actual, que tan reciente como el viernes hizo pública su adhesión a las ideas de Ronald Reagan, hace siete años enterrado bajo tierra.
Yo no quiero una Universidad gratuita sino digna. Para conseguirlo, los boricuas todos tenemos que sentirnos orgullosos de los intelectuales que se forman en el Recinto, y concebir la Universidad como un verdadero centro de formación empresarial y laboral. Tenemos que pensarla como una institución autosuficiente, para que el gobierno no meta en ella su envenenada cuchara. Tenemos que aprovecharla: gozar los días de estudio hasta la saciedad. Gozar del teatro universitario, de las lecciones magistrales, de las conferencias científicas y humanísticas, de las facilidades deportivas.
Vaya hoy y vea: grafitis en todas partes; desconexión entre las facultades (¿cuándo alguien de Sociales ha tertuliado con alguien de Naturales?, por ejemplo); burocracia (pague una multa de la biblioteca, para que vea); ¡policías!
Yo no quiero una Universidad gratuita, sino digna.
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