*Semblanza leída el miércoles 2 de abril
de 2014 en las facilidades de Dewey University, recinto de Hato Rey, con motivo
de la celebración de la Semana de la Lengua, dedicada a Pablo Alexis Santos
Sánchez, M. A.
Pablo
Alexis nació hace algún tiempo (tiempo que aún le favorece y lo mantiene —miren
cómo— saludable), y ha vivido desde su infancia en el pueblo de Cayey. Ha vivido
específicamente en el residencial público Luis Muñoz Morales, apartamento
número 52, cara a cara con la casa de un amigo rockero que tras su éxito
musical en otras latitudes, ahora se hace llamar Erico La Bestia.
No,
Pablo no es rockero, pero le gusta ser amigo de la gente. Acaso desconoce, a
diferencia mía, qué es una bruquena, cómo es el cantar del coquí guajón o cuán
terrible es el escozor que producen las ortigas. Criado muy cercano al antiguo
centro urbano de Cayey, acaso la naturaleza estuvo un poquito más presente en mi vida que en la suya. Claro, rodeado de montañas, cercano al Bosque de
Carite, y amamantado por el paisaje visual de los pechos de Cayey, quién puede hablar de pueblo urbano (como el
de Pablo) o de barrios campesinos (como el mío). Las clases sociales no están
divididas por regiones geográficas ni por entornos ambientales; las clases
sociales están delimitadas por el acceso que se tenga a la educación.
Sin
embargo, aun cuando yo también tuve esos amigos rockeros como el de Pablo, que a
fin de cuentas enternecen a uno por el afán genuino con que se expresan y nos
cuentan sobre sus pasiones y convicciones, yo podía alternar la música de mis
amigos con la de mis primos salseros o la que mis primas cantaban en la
iglesia, mientras que Pablo el salsero, el baladista y bolerista, lo mismo que
el amante de las arias operáticas (Andrea Bocelli, amigos míos), solo podía
alternar la música de sus casetes con la que le permitían los vecinos cuando no
estaban escuchando la suya con estruendo, o cuando finalmente llegaban las monedas para
comprar o el radio (que no siempre estaba) con el que oír el casete.
Son tantas las diferencias
que me separan de Pablo, el Profesor Pablo Alexis Santos Sánchez, que iba a
comenzar hablando de ellas, pero al principio de este cuarto párrafo me doy
cuenta de que vale más, para mi propósito, ir resumiendo y detallar --desde ya-- aunque sea la mitad de los logros que ha alcanzado este humilde cayeyano,
porque estos logros son igualmente profusos y obviamente importan más que esas
duras diferencias de las que hablaba.
Y sin embargo, todos los triunfos de Pablo también lo
diferencian de mí. Por ejemplo, ambos somos profesores de español en
instituciones universitarias; no obstante, yo nunca he viajado a Grecia como
tenor para representar a Puerto Rico en el sexto Festival Coral Internacional
de Atenas. A Pablo y a mí nos atrae la escritura, e incluso hemos llegado a
concursar en los mismos certámenes literarios, pero yo no sé lo que se siente
obtener simultáneamente el primer y el segundo premio del Noveno Certamen
Literario de la Universidad Politécnica (y Pablo sí). El Sr. Santos Sánchez y yo
estudiamos nuestros respectivos doctorados en literatura hispánica y, en
efecto, ambos nos encontramos a mitad del proceso de redacción de nuestras
tesis. Pero él va a doctorarse por la Universidad de Jaén y yo, por otra
muchísimo más cercana.
¿Qué más? Yo he estudiado “letras” todos estos años;
Pablo tiene estudios musicales y actorales, además de su maestría en Estudios
Hispánicos, otorgada en el 2006 por la Universidad de Puerto Rico. Así, además
de las conferencias que ha impartido sobre literatura (específicamente sobre su
área de estudio, que es el bolero como forma literaria), también ha participado
como actor en La carreta, Bodas de sangre, Jesucristo Superestrella y otros clásicos del teatro y la ópera.
Sí, escucharon bien, la ópera. Vaya al Internet, teclee las palabras “Justino
Díaz” y entérese, por favor, de la biografía de este barítono puertorriqueño.
Sepa, por ahora, que Pablo Alexis participó junto a él, como tenor coralista,
en la ópera Simón Bocanegra.
Este contraste amistoso podría continuar por varias
horas, de no ser por las preguntas que me asaltan a cada paso y me hacen
interrumpir mi reflexión. “¿Cómo es que adquiriste el amor por las palabras?”,
es la primera pregunta que me invade cuando pienso en mi amigo, quien hace ya
unos quince largos años estudiaba conmigo (los) Estudios Hispánicos en el
Colegio Universitario de Cayey.
Yo me creía, en aquel entonces, dueño de la
sabiduría universal, y celaba con torpe ego a los autores y los libros que
regían mi perspectiva de mundo, que era de por sí, un pequeñito mundo
literario. Pablo me enseñó que las ideas no pertenecen a nadie, salvo a quien
las adopta y las hace renacer como actos. Yo que pensaba en la humildad como en
un defecto peligroso, me quedé asombrado de la seguridad que recibía Pablo cada
vez que con sus gestos, sus palabras y sus intenciones la practicaba. Yo
pensaba que solo la literatura podía salvarnos de las ideas obsoletas, de las
intenciones rancias y de los falsos anhelos. Pero Pablo, el anhelante, estaba
ahí para evidenciar lo contrario. Con todo su cuerpo como herramienta, escribía
con piruetas teatrales una personal historia de que iba más allá de cualquier
historia literaria.
(To be continued…)
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