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Kenshin Battosái Himura



Esa niña que está ahí tirada no es mi pequeño hijo. ¿Qué hace en la cama de Polito?

—Papá, soy yo, Polito.

—¿Con una peluca? Quítatela ahora mismo.

—Es para el día del amigo oriental.

—¿Quién te la dio?

—Misis Ume.

Tan chiquito y en revoluses extraños.

—Soy Kenshin Battosái Himura.

—¿Quién?

—¡Al ataque!

—¡Polito!

—Soy Kenshin Battosái Himura.

—Basta. ¿Qué hace la maestra de Kínder enseñándote esas mariconerías? Salvaje.

—Yo no soy un salvaje. Soy un samurái.

—¿Para dónde vas? Ven acá. ¿Cómo te atreves?
 
Pero el niño, pequeño samurái, nunca regresaría a ese cuarto o a esa casa. Nunca volvería a enfrentar con sus poderes orientales a ese contrincante ebrio e imposible que se llamaba Papá. Su padre le había arrancado el cabello ilusionante, tan y tan duramente, que Polito apareció ante aquel hombre con un gesto combativo. Con la cabecita rapada de siempre, es cierto, y sus hombritos flaquitos, pero firme, se posó ante Hachiro Hiroto, contendiente inconcebible pero real.

De todos modos, no hubo combate. Después de haber confrontado a Papá con la mirada, y luego de haber lanzado sus palabras puntiagudas y erguidas como picas, había salido a toda prisa del cuartito, evaneciéndose con rapidez impresionante en el ardor de la tarde.

El borracho corrió a perseguirlo molesto. Cinco malcriados años que se tenían que arreglar de un correazo. (Con qué valentía, sin embargo, el niño había arrojado sus frases. Polito aún no podía contener el llanto, como tal vez debía, pero usaba de la rabia con maestría, como mano que maneja con destreza la catana.)

Papá estaba mareado, sudoroso. ¡Polito!, gritó saliendo con la misma urgencia con que el diminuto sensei había abandonado el dojo improvisado.

No estaba en la sala pequeñita. Debió haber salido al duro patio, donde entretenía sus visitas casi siempre. El patio, sin embargo, se veía desierto con su angosta y vacía franja de concreto. Violentaba, con su callada evidencia, la razón y el sentimiento precipitado con que el hombre manejaba la tragedia. Era un martes rutinario de cuido y, de pronto, se encontraba sin su hijo.

Frente al patio quedaba la corta calle. Polito no había alcanzado esa calle, sin embargo. Era imposible: apenas habían transcurrido ciento veintitrés extensísimos segundos.

En efecto, no había nadie. Solo un viento evaporado en la calurosa quietud vespertina aleteaba trastabillando sobre la cablería del alumbrado. Más abajo, al ras del pavimento, solo vaho.

—Polito, no me asustes, Ven y coge tu peluca, que ya se me fue el coraje.

No se te ha ido, papá, dijo la voz aguda del bajito samurái, surgida de lo alto del alumbrado, lo mismo que de lo profundo del remordimiento de su padre: Dios mío, ¿qué he hecho? ¿Qué le desgarré en realidad, al arrancarle aquella fastidiosa melena?

—Ya se me fue, Polito. Vamos a jugar. Toma…

—¿Cuándo viene mami?

—En una hora.

—Pues entonces no regreso.

Y así fue. El pequeño samurái peligrosísimo, Marquitos, Marcos, Marco Polo, Polito, vástago de Hachiro Hiroto, dejaría en adelante de frecuentar el patio, la casa y los brazos de su padre: sabio perdidoso que había llegado a presentarse irreverente e imaginativamente ineficaz ante el pequeño. Esa no era la manera de conducirse ante un guerrero. Mucho menos, si se trataba de un contendor dulcificante y feliz como Polito.

 El niño había podido levantar aquel pesado silencio y lanzarlo como argumento final contra la tarde. Su padre rechazó el mudo acuerdo con una imprecación inexacta que, por lo mismo, se le trocó en vil conjuro. Me van a meter preso, maldita sea, reclamó al comprender que el tiempo se acortaba, los segundos se amontonaban rebanados dentro de la media hora que de pronto había pasado frente a él. Se encontraba casi sobrio, asustado.

Polito, mira que no quiero líos con tu mai, dijo al fin como una súplica, silabeando las palabras del hechizo. Su ex-esposa apareció de inmediato, temprano, calzando los tacos de costumbre, pero contemplando al hombre con un desprecio inusual. Insólita, increíblemente, cargaba a Polito entre sus brazos. El niño miraba al suelo y asía el cuello de su madre con intensa confianza. El padre despertó de su embriaguez por completo, y a pesar de las incongruencias del momento, respiró más aliviado. La madre no tardó en increparlo:

—¿Se puede saber que hacía mi hijo de cinco años, solo, en el techo de la casa?

—Jugando.

—Es la última vez que te lo dejo.

—No pago más la pensión.

—Atrévete, que me voy a dar el gustazo de irte a visitar a la cárcel con tu complaciente ex-suegra.

Así, todo cuanto trató de impedir con sus palabras se trocó en hecho contundente que lo hundía, como si todo se tratara de una cruenta o torcida petición. Cuando negó haber asido a Polito de la cabeza, apareció entre sus dedos la cabellera alucinante que todo lo había trastocado. Cuando negó haber bebido, se dio cuenta de que era cierto, no era alcohol lo que se diluía en sus venas, sino algo ciertamente más concentrado y nocivo que lo hacía ver niñas danzantes donde solo había estado su hijo, practicando un estribillo elemental.

¿Y Polito? Allí estuvo aferrado al cuello de su madre, esperando de papá la briosa peluca. Llegada la noche, devuelto al hogar materno, contento en la calma nocturnal, pudo recuperar
nuevamente toda la fuerza de Himura.

—Soy el proveedor del buen arroz. Soy el brindador de buena paz. Soy el trabajador incansable. Soy el amigo oriental.

—Qué bonito, Polito, qué precioso. Eres el más lindo principito oriental.

—Yo no soy un principito, mamá…


Comentarios

Jorge Luis Rodriguez Ruiz: ha dicho que…
Con este cuento, que necesita un poquitito de tijera, concursé en el certamen de cuentos de El nuevo día...

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