Cano
Te retorcías por dentro de tal manera, que se
acumulaba en tu mirada —puerta azul de entrada— un pequeño fulgor que nadie veía.
Salvo tu bonita novia, si te hubiese acompañado al taller esa mañana.
Lo hacías por esa fusión de rabia y contentura que te
provocaba Cano y su saber. Que para tu mal, era un saber de mecánico. No un
mecánico saber, como pensabas.
¿Qué esperabas? ¿Qué hubiese mirado tu auto con
asombro cerril? ¡Ah, si hubieses podido decirle: “Estaba conduciendo en la
tarde, asombrado por la vista cerril”!
Cano quería hablarte del líster, sin siquiera preguntarte
por tu espalda. Que te dolía más de lo que a tu carro el líster. Esa pieza que
ibas a comprar, por supuesto, pero que antes ibas a tratar de ubicar entre
otras: filtro de la izquierda, para aceite; tanque compresor en la derecha;
transmisión: más grande, ocupándolo casi todo, tapando a la extraña pieza por
la que quién sabe cuánto ibas a tener que pagar.
¿Por qué no se lo dijiste frontalmente: “Cano, dime,
qué se supone que es el líster”? ¿“Cuánto cuesta”? ¿“Por qué nadie me lo había
presentado previamente”?
La posibilidad de este último discurrir te relajaba
algún tanto. Y tú preferías perseguir ese relajo. Que aún no llegaba, pero ahí estaba:
a la orilla de tus ojos y su fulgor. Que Cano a lo mejor ignoraba. Como
ignoraba por completo, tu gira y su hermoso trayecto. ¡Ah, Guavate! ¡Enorme
campo de curvados contoneos y verdosa luz tropical!
“Si te consigues la pieza, con la mano de obra, todo
te va a salir en trescientos. Trescientos cincuenta, trescientos sesenta, si te
consigues la original.” Vaya prognosis. Ojalá los dioses te hubiesen prevenido
del choque con la precisión exacta que ejercitaba. En vez de mecánico, debiste
haber optado por la astrología.
“¿Y estará listo más o menos para cuándo?” (Querías
esperar otro augurio. Otro contundente aviso de su saber.) “Consíguete la pieza
y hablamos”, respondió. Como si tuvieras de que hablar.
¡Ay, Cano! “Te reto a que hagamos en mediodía,
doscientos cincuenta mil dólares.” Se lo hubieras propuesto. Tú hubieras
perdido, pero limpio. Sin tener que habitar un palafito pringado, a la orilla
de un oscuro mar lleno de grasa. ¿Qué esperaba? ¿Qué te sumergieras con él bajo
tu chasis? Lúbrico. ¿Acaso pegaba con semen las fotos de chicas desnudas que
colgaba, como trofeos, en la pared? Úrsido ¿No le daba vergüenza ese cuerpo de
futbolista americano echado a menos? Tuerquero. Sacatuercas. Mofletero.
De repente, Teresita te llamó a tu celular.
De repente, Teresita te llamó a tu celular.
—“¿Dónde estás?”
—“En el taller de mi hermano”, dijiste. ¿Qué otra cosa podías responder?
—“En el taller de mi hermano”, dijiste. ¿Qué otra cosa podías responder?
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