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¿Dura, madura o “madurada”? Merevick Torres Camacho y su noble capacidad para endulzarnos la mirada








 En primer lugar: posemos la mirada sobre la fruta ofrecida que, de madura, parece a punto de perderse. En efecto, todos esos racimos de guineos habrían terminado en una inmensa aunque inodora podredumbre (léase aquí: “habrían terminado en un gran olvido”) de no haber sido por la mano interventora de esta pintora, capaz de conservar toda esa fruta en su condición más viva, es decir, más apetecible.

En una sola oración: se trata de un arte maduro y de una artista. No hay que repetir aquí elogios del tipo “artista consumada”. Si su cosecha está madura, se entiende que ella también. A diferencia de todas las clientes que van a la plaza del mercado a comprar algo decente para cocinar y comer, a Merevick Torres Camacho busca algo para pintar y mostrar, que es su manera de ofrecernos su alimento, que es tanto para la mirada, como para el alma.

Esa fruta cotidiana, a pesar de lo cercana, sabe a misterio. Solo es cuestión de fijarse en esa sombra que sostiene los guineos, y que nos acompaña a lo largo de la escena ocultándonos las moscas, los rostros y las manos, es decir: toda señal de humanidad, corruptibilidad o muerte. A pesar de la pujante presencia del color negro, esa fruta está repleta de vida. Al punto de basta con mirarla para comprendernos saciados. ¿O es que acaso intentaremos probar algo de lo allí ofrecido?

Las panas nos miran con ojos tristes desde el centro del cuadro, aplastadas por el peso de los gordos “mafafos”. Las chinas se arremolinan en la esquina, confundidas con su doble condición de cítricas y de guayabas amarillas. Las pinas se nos hacen suaves, a pesar de lo arrugadas; y las dormidas guanábanas intentan esconderse discretas, para no responder a la pregunta que la pintura no ha sabido ocultar: ¿quién ha organizado esa muestra? Además, ¿sobre qué imposible estantería se sostienen?

¿Este mercado ambulante queda en la esquina del barrio, o más allá? La respuesta nos la dan esas diez o doce frágiles barras verticales (¿retazos de los mismos racimos?) que hacen las veces de cortina, o mejor, de umbral. Esas enigmáticas líneas marcan la frontera entre la prodiga luz y la ingente penumbra.

Menos evidentes, son también esas hebras del cabello centrífugo de la Mujer Sol, que expone su simbolismo en libertad. Esa mujer madura, de duras aunque sonrientes facciones, posee una dulzura en la mirada sorprendentemente real. Es decir, humana. En el centro mismo de la figura ideal, aparece todo el peso de la experiencia, las huellas de lo real, lo vital.

En una oración: realidad y fantasía se armonizan en las obras de Merevick. La imposible Mujer Sol se contempla en un espejo flamígero atiborrado de flores amarillas (ya que no de guineítos) y sonríe con placidez envidiable. ¿A quién sonríe? Ya se dijo: al misterio, ubicado con mucho cuidado, siempre un poquito “más allá” de la figura; ahí: en lo inefable.

¿Qué significan? Esos guineítos suspendidos en el aire, ¿de qué nos hablan? ¿Un humilde elogio a la abundancia? Yo conozco una palabra cargada de abundancia: “noble”. Significa tres cosas: “preclaro, ilustre, generoso”. Además, es prima de “respetable”. La mirada de esta artista es, más que nada, generosa: allí donde hay un jarrón, ve un vergel. El ramillete en la naranja; el bosque en el ramillete. Más allá de la sinécdoque, se trata de descubrir indicios: la mano que sostiene el arma esconde un cuerpo intersexual. A su vez, ese personaje extraño que parece evocar los orígenes inciertos de nuestra especie es simplemente una figura pasajera frente al dorado telón. Una vez más, oro y negro. Léase aquí: luz y sombra. Si se prefiere: claridad y confusión. O al revés: turbación y entendimiento.

 Esas figuras no nos miran, pero se nos muestran: ostentan su libertad frente a nosotros. Solo aquellas más humanas nos contemplan, desde un fondo que ha despejado las sombras y se vuelve color rosa. ¿Por qué? Porque la piel de la pareja asume el tono oscuro contrario. Los seres que son sombras sonríen, a pesar de su finitud. Como si hubiesen sido rescatados también del olvido. Es decir, como si hubiesen logrado degustar ellos sí— aquella enjundiosa y dorada fruta milagrosa.

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