Comencemos por el trago amargo de los prejuicios que la mayoría de los
ciudadanos contemporáneos (escindidos entre una fe de oídas y un racionalismo
hecho de ojeadas al noticiero) posee respecto al símbolo.
Las asociaciones negativas, connotaciones o prejuicios que encontramos
diariamente en menoscabo del símbolo me parece que en principio se reducen a los
siguientes tres, a saber:
1. “Toda metáfora es un símbolo” (o viceversa);
2. “Toda obra simboliza --o metaforiza—algo”;
3. Finalmente (y a contrapelo de los dos primeros): “Nunca el símbolo es
el resultado intencional del autor”.
La confusión entre metáfora y símbolo ocurre tanto dentro como fuera del
ámbito literario, aun cuando para la mayoría de las personas (o, si se quiere:
para la mayoría de los “no lectores”), lo metafórico equivale decididamente a
lo no literal. Aun así, nadie suele llamar metafórico
a un acto como el de vestirse con túnica y birrete de cartón para proclamar
públicamente que ha completado una serie de estudios que son, en última
instancia, presumiblemente necesarios para su formación profesional.
Nadie tampoco afirma estar casado simbólicamente con su pareja, aun
cuando esa y todas las demás personas que lo han hecho (casarse), aceptarían
sin reparo alguno que han usado una serie de símbolos ritualistas en sus
respectivas ceremonias de boda.
En resumidas, podemos afirmar que quien no ha experimentado una vivencia (o bien, quien no ha vivido una experiencia) simbólica, suele
equiparar el símbolo con la metáfora, asumiendo una actitud que en la vida práctica
le conduce --cuando menos-- al ámbito “semicerrado” de la apreciación estética
y --cuando más-- al mundo gaseoso y evanescente de lo imaginario e irreal.
En el ámbito de la crítica literaria, la asimilación entre metáfora y
símbolo también ha sido frecuente, pero a ello se anteponen por suerte ciertos
momentos editoriales (ciertos estudios y ensayos) de gran importancia teórica para
el tema del simbolismo literario, como lo son Símbolo y color en la obra de Jose Martí, de Iván Schulman; El arco y
la lira, de Octavio Paz; El
simbolismo, editado por Jose Olivio Jiménez; El irracionalismo poético, de Carlos Bousoño, amén de la
importantísima creación literaria de muchos escritores francamente universales,
en cuya obra se refleja la conciencia simbolista como (después de los
modernistas) ocurre con la escritura de Juan José Arreola, Jorge Luis Borges y
José Lezama Lima, por no hablar de las féminas, como María Luisa Bombal (sobre
todo en La última niebla); Elena
Garro y su teatro decididamente simbólico o, arribando a nuestras costas, la prosa
fabuladora de Rosario Ferré, quien nos legó ya para siempre la enojada mirada
surrealista de “La muñeca menor”.
Todas, todos y otros todes (para no dejar de lado la ingente
imaginación de Virgilio Piñera, Senel Paz o Reinaldo Arenas, por ejemplo),
abordan un claro manejo del símbolo literario; en algunos casos, de manera más
conceptual que creativa y en otros, precisamente a la inversa.
Pero más que comentar la presencia teórica o efectiva del símbolo en la
obra de cualquiera de ellos, me parece que se debe despejar de una vez el
primer prejuicio mencionado, puesto que la metáfora no asimila, sino solo de
modo parcial, las ejecutorias o funciones propias del símbolo literario. Contamos,
como prueba de ello, con una razón fundamental que por lo menos hasta
principios del siglo XX nos parecía (a los lectores) infranqueable. Esta es: la
metáfora no puede entender o leerse de manera literal, mientras que el símbolo
sí.
El grandísimo semiólogo italiano Umberto Eco (aquí el entusiasmo es
mío), al destacar esta diferencia, afirmaba que el símbolo “oculta su potencial
de sentido precisamente detrás de la apariencia engañosa de una inexplicable
obviedad”. (Sobre literatura,
155).
Este rasgo definitorio funda el alcance de ambos tropos (aunque aclaro
de inmediato que, al poseer la capacidad de una denotación directa, el símbolo es
una especie de híbrido entre la figura y el tropo literario), de manera que la
metáfora va a recabar para sí un enorme caudal de significación, pero
constreñido al espacio de la frase, mientras que la experiencia simbólica (es decir, el encuentro con el significado
del símbolo, tanto como con su parte no verbal, según la define Paul Ricoeur)
nos trasciende con tanta eficacia que la presencia de este puede afincarse en nuestra
psiquis sin que seamos conscientes de ello.
También podemos recordar que Carlos Bousoño (premio Fastenrath
--otorgado por la Real Academia Española—1952; premio Princesa de Asturias,
1995) descubre cuatro tipos de símbolos, basado en la literalidad o no de la
comparación poética.
1. Símbolo de realidad: aquel que plantea
una literalidad posible, como en: “jorobados y nocturnos/ por donde animan
ordenan”, del “Romance de la Guardia Civil”, de Lorca.
2. Símbolo homogéneo: de literalidad
posible, pero poco probable, como en: “Y nada importa ya que el vino de
oro/rebose de tu copa cristalina”. (Antonio Machado, Soledades, VII).
3. Visión: de literalidad imposible en los
atributos de un ente (como en: “manos con vida que volantes se buscan”;
Aleixandre, “Las manos”).
4. Imagen visionaria: de literalidad imposible en una
comparación: “un pajarillo gris es como un arco iris” (propuesta por el propio
Bousoño).
Aun así, el gran poeta y ensayista Octavio Paz, en vez de diferenciarlas,
subsume las características tanto de la metáfora, como las del símbolo literario
dentro del concepto imagen poética, que él propone a la hora de
sintetizar el rasgo común que ha encontrado entre todas las figuras y tropos
literarios, a saber: “(…) preservar la pluralidad de significados de la palabra
sin quebrantar la unidad sintáctica de la frase o del conjunto de frases”. A lo
que añade inmediatamente: “Cada imagen –o cada poema hecho de imágenes—contiene
muchos significados contrarios o dispares, a los que abarca o reconcilia sin
suprimirlos.” (El arco y la lira,
98).
Esta característica es central para Paz, a la hora de explicarnos la
manera en que el poema nos dice o comunica su significado, valor o sentido. No
obstante, debemos tener muy claro que el maestro mexicano es extensivo, pero a
la vez exclusivo, al hablar de la experiencia poética (es decir: la recepción,
valoración y aprehensión del poema), concibiéndola como experiencia verbal o,
mejor aún, poemática. Para él, la poesía no solo se dice, sino que surge en y
desde el poema.
Además, el lugar que ocupa el símbolo literario dentro de esta noción
tan amplia de “imagen poética” es evidentemente impreciso. Como resultado,
muchas de las características que Paz le atribuye a esta, otros estudiosos las
refieren a la metáfora o el símbolo. Por ejemplo, además de la reunión en sí
misma de significados opuestos (rasgo que va a detallar en su momento el
antropólogo francés Gilbert Durand), la imagen poética comparte con el símbolo
otros rasgos como el de “bastarse a sí mismo” y ser su propia fuente de
significación (hecho que el filósofo Ernst Cassirer atribuye al mito);
desplegar o desplegarse en un tiempo arquetípico (o bien: un tiempo no lineal);
finalmente, la capacidad o tendencia a abordar, desde una realidad lingüística,
una experiencia inefable.
En palabras de Paz (¿cuándo diré que fue el Nobel de Literatura, 1990?):
“(…) la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada
vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de
nosotros mismos.” (El arco, 111).
Ahora bien, esta última característica la aborda el pensador Paul
Ricouer en estudios hermenéuticos como “Palabra y símbolo”, donde contrasta
pacientemente el comportamiento de la metáfora frente al del símbolo y reconoce
que, paradójicamente, es en este último donde se efectúa toda resistencia a la
explicación conceptual, es decir: toda inefabilidad, a pesar de que es aquella
quien (en palabras de Ricouer) “tuerce” el significado de todas las palabras
implicadas en la frase poética, a fin de obligarlas a generar una nueva
definición o sentido que, como vimos, no puede ser nunca literal.
Al contrastar ambos tropos, Ricoeur evidentemente muestra tanto las
similitudes, como las desemejanzas entre metáfora y símbolo, resaltando entre
las primeras el hecho de que ambos crean una tensión entre dos niveles de
significación, de los cuales sale continuamente vencedor el segundo, esto es, el
sentido no literal.
En la medida que el símbolo acepte una lectura literal, debe estar claro
que la misma será decididamente conceptual, referencial, limitada, puntual,
constreñida y finalmente agotada. Sin embargo, la mayoría de estudiosos y teóricos
coinciden en atribuirle al significado simbólico el carácter de inagotable, e
incluso, de intraducible; amén de su dimensión no verbal o inefable ya
mencionada. En una oración: la lectura literal del símbolo hace de este un mero
signo lingüístico. O, como nos recuerda Tzvetan Todorov, un simple signo directo que se encuentra, como todo signo,
en sustitución de otra cosa, es decir: de un referente, por el cual fácilmente
se pudiera intercambiar. La blanca paloma, en sentido literal, no es más que un
ave tranquila que tuvo la suerte de no haberse revolcado lo suficiente en las
aceras percudidas de la concurrida ciudad.
De este modo, al ser entendidos dentro de una lógica de la sustitución (y no de
la tensión, como propone Ricoeur), metáfora y símbolo se supone que deban
portar un sentido “igualitario”, conceptualmente equivalente al de aquel referente
al que están supuestamente sustituyendo. Como señala Carlos Bousoño, la razón humana
nos dictó hasta al menos los albores del siglo pasado que los dos términos de cualquier
comparación poseían una semejanza racional, de modo que las perlas de la boca
equivalían, por supuesto, a dientes; el sueño cotidiano, a la muerte; la hebra
de oro, al pelo rubio y, finalmente, el fuego interior al amor.
Borges señalaba con terror, en su
breve ensayo “La metáfora”, la posibilidad de un catálogo o diccionario de estas,
como proponía el autor irlandés de la Edda
Menor, Snorri Sturluson. La
concepción que ese también jurista medieval realiza del ejercicio poético,
imaginando al poeta como alguien cuyo oficio es denominar de modo alterno o
distinto lo ya nombrado, resulta cuando menos lamentable, si bien, nos recuerda
decididamente la suerte que tuvo aquel poeta entusiasmado que tuvo la mala
fortuna imaginativa de ser el protagonista del famoso cuento rubendariano, “El
rey burgués”: ser entendido como un objeto de entretenimiento, en cualquier
momento prescindible y en ningún instante, vital.
De cualquier modo, es apabullante el contraste que observamos entre esa
posibilidad enciclopédica (pero fútil) con que soñaba aquel jurista irlandés
invocado por la erudición de Borges y esa proliferante realidad editorial con la
que diccionarios de símbolos (sobre todo, de símbolos oníricos, es decir: los
sueños) nos apabullan comercialmente, desde al menos, hace veinte lustros.
Al concebir la metáfora como herramienta literaria que no se limita a la
sustitución de un término por otro, sino a la torsión de toda una frase,
Ricouer abrió las puertas hacia toda una nueva concepción teórica de la misma;
pero para alcanzarla ha abordado, como se dijo, el contraste directo entre esta
poderosa herramienta literaria y los recursos ofrecidos por el símbolo. Ni este,
ni aquella, serán concebidos en adelante como meros ornamentos del lenguaje,
limitados a la sustitución de un término por otro. Ambos, repito, ponen en
tensión dos planos de significaciones, de cuyo choque va a surgir “una nueva
significación que concierne a la totalidad del enunciado”.
Esa nueva significación (en la metáfora lo mismo que en el símbolo) será
necesariamente intraducible, si bien las razones de ello son distintas en uno y
otro caso. En la metáfora, toda traducción tiende a incorporarla al lenguaje
común, como cuando ubicamos algo ayudamos a alguien “dándole una mano” o cuando
nos abrigamos porque se está sintiendo un “frío peludo”. Esto hace de la
metáfora un fenómeno de significación instantáneo, que se esfuma con cualquier
repetición.
En el caso del símbolo, esos límites se expanden sorprendentemente hasta
abordar toda nuestra condición humana, en al menos tres importantes ámbitos de
nuestra experiencia, a saber: nuestros sueños, responsables de un simbolismo
onírico cuyo valor existencial no se cansó nunca de subrayar, acaso con ímpetu
más evidente que el de Freud, su simpático y conspicuo discípulo disidente, Carl
Gustav Jung. En segundo lugar, el ámbito de la creación literaria, cuya
producción requiere estados del alma no siempre susceptibles de una directa
descripción. Y en tercer lugar, el ámbito de lo sagrado, generador de un
simbolismo religioso de compleja, sino imposible, traducción intelectual.
En los tres casos, no solo atestiguamos una dimensión no lingüística,
sino incluso (como plantea el pensador francés) “no-semántica”, en la que
predominan pulsiones, estados emocionales y fuerzas innombrables.
En cuanto al simbolismo de los sueños, solo me limito a recordar que
Jung no dejó nunca de creer que la interpretación del sueño no era ya posible,
sino incluso, agotable (transcurridos eso sí, uno, dos, tres o cuatro lustros);
tal y como Bousoño pensaba que era posible agotar la interpretación de una
imagen surrealista, irracional, “visionariamente” simbólica.
Como se sabe, la posibilidad de una interpretación de este tipo seria
necesariamente personal, exclusiva y --por qué no-- excluyente de toda
experiencia colectiva, cultural o mínimamente grupal, salvo en el caso de los
conocidos arquetipos, que vienen a
ser una especie de símbolos universales, surgidos de aquellas experiencias comunes
a toda nuestra realidad humana. Aun así, Jung no parece haber dilucidado
plenamente la manera en que estos arquetipos se transmitían de una cultura a
otra; de modo que va ser en la obra antropológica de investigadores como
Gilbert Durand donde se abordarán con eficacia minuciosa y empírica estos símbolos
globales.
Al analizar, en cambio, el ámbito de lo sagrado, Ricouer nos ubica de
frente a la que acaso se erige como la más importante de las claves para
comprender toda experiencia simbólica, la cual no es sino la llamada “ley de
las correspondencias”:
Correspondencia
entre el suelo laborable y el surco femenino, entre las entrañas de la tierra y
el seno maternal (…) entre el cuerpo, la casa y el cosmos que hace significar
mutuamente los pilares del templo y la columna vertebral, el techo de la casa y
el cráneo, el hálito humano y el viento (…) (Hermenéutica, 33).
Hemos encontrado al fin la gran diferencia existencial entre metáfora y
símbolo: “(…) ésta es una libre invención del discurso, aquél está ligado a las
configuraciones del cosmos.” Más importante aún: “(…) los símbolos no llegan al
lenguaje sino en la medida en que los elementos del mundo devienen en sí mismo
transparentes”.
Cada porción de la Tierra va a poseer desde esta óptica una
correspondencia con el Cielo, decir, con el cosmos. Tal es la razón por la que
todo elemento telúrico es susceptible de transformase en símbolo. Tal, también,
es la razón por la que el símbolo no posee una arbitrariedad absoluta, como
muchos semiólogos han anunciado, sino al contrario: cada símbolo traduce a la
palabra una fracción no verbal de nuestro encuentro existencial con el misterio
del cosmos, desvelado a medias por la ciencia. Esa experiencia no verbal no
acepta el molde restringido del concepto y por ello, recurre al símbolo en
busca de una mejor adecuación que, a fin de cuentas, nunca se realizará por
completo.
Al respecto, Durand acepta como punto de partida para su análisis la
definición de símbolo ofrecida por Jung, a saber:
La
mejor representación posible de una cosa relativamente desconocida, que por
consiguiente no sería posible designar en primera instancia de manera más clara
o más característica. (Imaginación,
13).
A pesar de esa inadecuación del símbolo, encontramos como vimos la
“motivación” del mismo, fundada en esa ley de las correspondencias, no solo
señalada por Ricouer, sino ensalzada al menos medio siglo antes que él por el alma
despierta de Charles Baudelaire:
Como ecos
diferentes que en el espacio ahonden
Hasta
hallarse en el ápice de una rara unidad,
Vasta como la
Noche y la diafanidad,
Colores y
sonidos y aromas se responden.
(“Correspondencias”).
A lo que Rubén Darío respondía en lengua hermana:
Saluda al sol, araña,
no seas rencorosa.
Da tus gracias a Dios,
oh sapo, pues que eres.
El peludo cangrejo
tiene espinas de rosa
y los moluscos
reminiscencias de mujeres.
(“Filosofía”).
En el poema del primero, las concomitancias entre el cosmos y el ser
humano resultan marcadamente corpóreas, sensoriales; mientras que en Darío
interviene una asociación al menos parcialmente intelectual y reflexiva. Además,
el pensamiento de este remite en última instancia al Todopoderoso, mientras que
el poeta francés limita su entusiasmo devocional a la Naturaleza. De todos
modos, las correspondencias entre el amplio mundo terrenal y el más ceñido espacio
de nuestra realidad existencial siguen siendo las mismas.
He ahí el núcleo de toda asociación simbólica: una correspondencia entre
el ámbito telúrico, cuando no cósmico, y nuestras limitadas vivencias humanas. Esa
correspondencia es cuando menos inteligible y evidentemente, no es creada por
el autor. Este solo se limita a propiciarla, gracias a los elementos que escoge
en su escrito literario. Repito: el autor favorece la presencia del símbolo en
su obra, más allá de presentarlo como evidente metáfora contrastante entre dos
realidades, o como imagen poética de indudable calidad estética, si bien
carente de interpretación.
No. El símbolo aquí perseguido es aquel que, aunque poco evidente, posee
una densidad significativa --cuando no comunicativa-- e interpretativa, cuando
no interpretable. “Símbolo de realidad”, según Bousoño; “inexplicable
obviedad”, según el Eco rigurosamente afable. Se piensa que el autor no lo ha colocado donde
está, pero no se piensa que --autor o autora-- solo han hecho contacto y traído
a primer plano (sí: al plano del énfasis) elementos que le superan, en términos
de vigencia temporal y, en suma, cognitiva.
Ese símbolo transparente es hermano de aquella imagen “torcida” de la
metáfora, aun cuando el lector se ha rehusado (ayer y ahora) a atribuirle su
presencia conturbadora al autor. La razón de esa duda ahí reside: en la
potencia a la que apunta con los elementos que ha escogido a la hora de
desarrollar su historia. Esa potencia no le pertenece, ni al autor, ni a la
interpretación del lector, sino a la presencia del símbolo, invitado por el
autor al espacio textual y descubierto por el lector despierto.
Antes de proseguir, antes de evidenciar la participación del autor en la
aparición textual del símbolo, recapitulemos las características más
sobresalientes de tan importante recurso discursivo. En primer lugar, se trata
de un signo motivado; es decir, no arbitrario. Esto es así, debido a lo
enraizado que se encuentra respecto a un aspecto preciso de algún plano no
verbal (psíquico, sagrado o emotivo) de nuestra existencia.
Por todo ello, el símbolo posee un referente siempre abstracto, cuya
identificación como elemento de la realidad se torna siempre difusa, imprecisa
o inexacta. Así pues, el símbolo no es sino la revelación de la existencia de un sentido; es
una significación que no se agota en ningún referente u objeto referencial.
Para acceder a dicha significación se hace imperante lo que el famoso
historiador de las religiones Mircea Eliade denominaba “hierofanía”: la
manifestación de lo sagrado a través de un ente concreto. El término “epifanía”
es igualmente propio para referirnos a esa “revelación de un sentido” ahora
mencionada. Debe estar claro aquí que por más que el autor procure condicionar
su escrito a fin de que esta epifanía pueda efectuarse, va a necesitar por
supuesto de la voluntad de un lector dispuesto a enfrentarla. De ahí que a fin
de cuentas se sospeche que la participación del primero dentro de la
experiencia simbólica nunca ha sido intencional, ya que todo el contenido de la
experiencia simbólica parece siempre volcarse exclusivamente sobre los hombros
del lector.
A pesar de su lectura literal, es mediante una lectura “indirecta” (epifánica)
que se revela el contenido del símbolo. Un ejemplo ofrecido por Todorov es el
de la imagen pictórica de un toro que, en la medida en que se encuentra
representando a este animal, no es sino un ícono del mismo; mientras que
transmuta en símbolo al pretender significar “hombre fuerte”.
Finalmente, debido a su
inadecuación para representar un referente carente de forma, el símbolo tiende
a la repetición, pues procura a través de la misma ir generando un sentido que
en más de una ocasión (en más de un momento interpretativo) suele comportarse
de manera refractaria. Al respecto, solo me limito a citar las claras palabras
con que Schulman nos acerca al imaginario simbólico que atraviesa la obra poética
y ensayística del entrañable Martí:
La conclusión de que las imágenes adquieren valor
simbólico cuando denotan más que una mera representación de algún aspecto
particular de la realidad y asumen una función dentro de un sistema de
interrelaciones repetidas nos proporciona un sentido orientador en esta
encrucijada de diferenciaciones semánticas. (Símbolo y color, 25).
Una vez más: es a partir de la
reiteración que el símbolo logra consolidarse como tal, puesto que
paulatinamente se va cargando de ciertos sentidos que el simple signo
lingüístico es incapaz de capturar mediante designación directa. Podemos
parafrasear esta idea atreviéndonos a afirmar que el símbolo es un signo a cuyo
aspecto referencial se le ha sumado otro, esta vez emotivo.
Pero, ¿por qué mejor no
dedicarnos a encontrar todas estas cualidades en un ejemplo concreto? Obra
maestra de nuestras letras, el breve cuento “La carta” se muestra como el caso
perfecto para ilustrar lo explicado hasta aquí. Se trata –como sabemos-- de una
composición sin mácula que narra la desventura del emigrante Juan, quien viaja
del campo a la ciudad henchido de ilusiones, si bien, desempleado y carente de
una educación formal. La ciudad se le presenta como el más hostil de los
escenarios laborales, aunque ello no le impide generar una buena dosis de osado
optimismo con el cual escribirle una carta entusiasta a su mamá.
Dos partes estructuran el cuento: el texto de la carta escrita por Juan
y el colofón aclarativo, escrito por el narrador. Esta última parte fue editada
por el autor en versiones posteriores de “La carta”, por lo que presento ambas,
a fin de ilustrar claramente la importancia de los detalles que la integran.
En un primer momento, nos contaba el narrador:
Después
de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo
guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más
próxima, y al llegar se echó la gorra
raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas.
Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma
hacia arriba. Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y
el sello y despachó la carta.
Luego el autor quiso omitir ciertos detalles, manteniendo por supuesto
los que consideraba esenciales:
Después
de firmar, dobló cuidadosamente el papel arrugado y lleno de borrones y se lo
guardó en un bolsillo del pantalón. Caminó hasta la estación de correos más
cercana, y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Contrajo la mano
izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha abierta. Cuando reunió los
cinco centavos necesarios, compró el sobre y la estampilla y despachó la
carta.
Despojado de la gorra, Juan no posee ya sino ambas
manos, una de las cuales –para colmo de males—solo le sirve en la medida que
pueda presentarla obsoleta ante el público, falsamente inutilizada. Juan es
definido por su manquedad. La mano izquierda es la sinécdoque de su cuerpo
entero. La palma de la derecha está abierta, en necesidad manifiesta (efectivamente:
“palmaria”).
La izquierda es “siniestra”; la derecha simboliza la
ubicación perfecta y el lugar deseado. Es allí donde se encuentra el Salvador:
justo a la diestra del Padre. Pero aquí nos interesa la mano, escogida por
González para puntualizar las acciones de Juan. La mano que escribiendo un
mensaje por primera, intenta dar continuidad al habla (“Qerida bieja: Como yo
le desía antes de venirme…”) afirmando, lo mismo que mintiendo. Esa mano
suscribe y de paso, borronea la carta. ¿La carta o la realidad?
Según el profesor Ríos Ávila, la producción literaria
de Jose Luis González evidencia o constituye abiertamente un expreso “viaje
hacia la lucidez”. El costo, sin embargo, de dicho viaje es lo que este mismo crítico
literario considera un sacrificio, pues afirma:
(…) me parece
que lo que se sacrifica en este proceso, en la medida que la claridad es su
norte, es, precisamente, lo personal. Lo meramente subjetivo, lo anecdótico, lo
excesivamente sentimental, lo melodramático, están siempre asordinados en esta
escritura, subordinados siempre a la trama mayor del orden social y el
imperativo histórico.”
(La raza, 197).
¿En qué momento se afirma en esta cita la supresión completa
del sentimiento? Aquí se afirma el solapamiento, la ocultación de lo emotivo. Ese
ocultamiento nutre el símbolo.
De otra parte, la escritura de Juan lo delata, no como persona sino al contrario, como ser humano:
All agree, and it is easy to see, that
hands allows us to display our words in writing. It is, in fact, one of the
marks of a rational being to express thoughts in writing and, in some sense, to
talk through the hands which give a permanent form to sounds and gestures.
(Dictionary,
469).
Estas palabras latinas pertenecen a san Gregorio de Nisa;
pero la fuente de consulta es el Diccionario
de Símbolos, publicado por la conocidísima casa editorial Penguin. En el
mismo se lee, además, que “manifestatio” procede de “manus”, ya que lo
manifiesto se puede ubicar en la mano o atrapar con esta; que la simbología
hinduista y budista referida a la mano es abrumadoramente prolija; que este
simbolismo se registra en África, Asia, Medio Oriente y Occidente; que en
Mesoamérica estuvo asociado a la muerte y el inframundo; que en la Biblia (Viejo
y Nuevo testamentos) significa supremacía y poder; que entregarse en manos de
alguien es ceder la voluntad propia a la de otro. ¿Qué más? La mano está
relacionada a la herramienta.
Finalmente:
Even when it is the sign of taking
possession of something or of confirming the powers of someone, as hand of
justice, hand taking seisin of land or goods, or hand given in marriage, it
sets its owner apart either in the performance of his or her duties or in some
new office.
(Dictionary, 470).
La mano que se hace cargo de un papel ajado, pero custodiado
cuidadosamente, es la misma que cuidadosamente envía al corazón de una madre
una mentira. Toda heroicidad dactilar se ha perdido. La mano poderosa ha
sucumbido; la mano solidaria se extravió. El símbolo digitígrado ha completado
su ciclo y a la significación triunfal le ha sobrevenido la realista,
conceptual, austera.
Incómoda ante el insufrible peso de lo real, la mano de Juan se rebela; reúne a duras penas unos centavos, gracias a los cuales envía su mensaje promisorio y recomienza el obstinado entusiasmo de su hablar...
Muchísimas gracias por su atención.
(Ensayo dedicado íntegramente a Haddys Torres, cuya sonrisa es el faro luminoso de mis días).
Darío, Rubén. “Filosofía”. Cantos de vida y esperanza. Undécima edición. Madrid: Espasa-Calpe, 1967. Colección Austral, 118.
---. Las estructuras
antropológicas de lo imaginario. Introducción a la arquetipología general. 1960. Mauro Armiño, traductor. 6ta.
edición. Madrid: Taurus Ediciones, 1981. Colección Ensayistas, 202.
Eliade, Mircea. The Sacred and the Profane. The Nature of Religion.
Willard R. Trask, traductor. Nueva York: Editorial Harvest, 1959.
González, José Luis. “La carta”. (1948).
El hombre en la calle. https://ciudadseva.com/texto/la-carta/ (Primera versión).
---. “La carta”. (1948). El hombre en la calle. https://tapiz.uprb.edu/tapiz@lared001/cuento/lacarta.html
(Segunda versión).
Jung, Carl G.
“Approaching the unconscious.” Man and
his symbols. Jung, ed. 1964. New York: Windfall-Doubleday,
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Paz, Octavio. El arco y la lira:
El poema. La revelación poética. Poesía e historia. 3ra. edición. México:
Fondo de Cultura Económica, 1998. Colección Lengua y Estudios Literarios.
Ríos Ávila, Rubén. "Melodía". La raza cómica. San Juan: Ediciones Callejón, 2002.
Schulman, Ivan. Símbolo y color en
la obra de José Martí. Segunda edición. Madrid: Editorial Gredos, 1970.
Biblioteca Románica Hispánica 47.
Todorov, Tzvetan. Teorías del símbolo. Francisco Rivera, traductor. Tercera edición. Venezuela: Monte Ávila Editores, 1993. Colección Estudios.
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