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El símbolo literario: Prejuicios, alcances y promesas…

 

Comencemos por el trago amargo de los prejuicios que la mayoría de los ciudadanos contemporáneos (escindidos entre una fe de oídas y un racionalismo hecho de ojeadas al noticiero) posee respecto al símbolo.

Las asociaciones negativas, connotaciones o prejuicios que encontramos diariamente en menoscabo del símbolo me parece que en principio se reducen a los siguientes tres, a saber:

1. “Toda metáfora es un símbolo” (o viceversa);

2. “Toda obra simboliza --o metaforiza—algo”;

3. Finalmente (y a contrapelo de los dos primeros): “Nunca el símbolo es el resultado intencional del autor”.

La confusión entre metáfora y símbolo ocurre tanto dentro como fuera del ámbito literario, aun cuando para la mayoría de las personas (o, si se quiere: para la mayoría de los “no lectores”), lo metafórico equivale decididamente a lo no literal. Aun así, nadie suele llamar metafórico a un acto como el de vestirse con túnica y birrete de cartón para proclamar públicamente que ha completado una serie de estudios que son, en última instancia, presumiblemente necesarios para su formación profesional.

Nadie tampoco afirma estar casado simbólicamente con su pareja, aun cuando esa y todas las demás personas que lo han hecho (casarse), aceptarían sin reparo alguno que han usado una serie de símbolos ritualistas en sus respectivas ceremonias de boda.

En resumidas, podemos afirmar que quien no ha experimentado una vivencia (o bien, quien no ha vivido una experiencia) simbólica, suele equiparar el símbolo con la metáfora, asumiendo una actitud que en la vida práctica le conduce --cuando menos-- al ámbito “semicerrado” de la apreciación estética y --cuando más-- al mundo gaseoso y evanescente de lo imaginario e irreal.

En el ámbito de la crítica literaria, la asimilación entre metáfora y símbolo también ha sido frecuente, pero a ello se anteponen por suerte ciertos momentos editoriales (ciertos estudios y ensayos) de gran importancia teórica para el tema del simbolismo literario, como lo son Símbolo y color en la obra de Jose Martí, de Iván Schulman; El arco y la lira, de Octavio Paz; El simbolismo, editado por Jose Olivio Jiménez; El irracionalismo poético, de Carlos Bousoño, amén de la importantísima creación literaria de muchos escritores francamente universales, en cuya obra se refleja la conciencia simbolista como (después de los modernistas) ocurre con la escritura de Juan José Arreola, Jorge Luis Borges y José Lezama Lima, por no hablar de las féminas, como María Luisa Bombal (sobre todo en La última niebla); Elena Garro y su teatro decididamente simbólico o, arribando a nuestras costas, la prosa fabuladora de Rosario Ferré, quien nos legó ya para siempre la enojada mirada surrealista de “La muñeca menor”.

Todas, todos y  otros todes (para no dejar de lado la ingente imaginación de Virgilio Piñera, Senel Paz o Reinaldo Arenas, por ejemplo), abordan un claro manejo del símbolo literario; en algunos casos, de manera más conceptual que creativa y en otros, precisamente a la inversa.

Pero más que comentar la presencia teórica o efectiva del símbolo en la obra de cualquiera de ellos, me parece que se debe despejar de una vez el primer prejuicio mencionado, puesto que la metáfora no asimila, sino solo de modo parcial, las ejecutorias o funciones propias del símbolo literario. Contamos, como prueba de ello, con una razón fundamental que por lo menos hasta principios del siglo XX nos parecía (a los lectores) infranqueable. Esta es: la metáfora no puede entender o leerse de manera literal, mientras que el símbolo sí.

El grandísimo semiólogo italiano Umberto Eco (aquí el entusiasmo es mío), al destacar esta diferencia, afirmaba que el símbolo “oculta su potencial de sentido precisamente detrás de la apariencia engañosa de una inexplicable obviedad”. (Sobre literatura, 155). 

Este rasgo definitorio funda el alcance de ambos tropos (aunque aclaro de inmediato que, al poseer la capacidad de una denotación directa, el símbolo es una especie de híbrido entre la figura y el tropo literario), de manera que la metáfora va a recabar para sí un enorme caudal de significación, pero constreñido al espacio de la frase, mientras que la experiencia simbólica (es decir, el encuentro con el significado del símbolo, tanto como con su parte no verbal, según la define Paul Ricoeur) nos trasciende con tanta eficacia que la presencia de este puede afincarse en nuestra psiquis sin que seamos conscientes de ello.

También podemos recordar que Carlos Bousoño (premio Fastenrath --otorgado por la Real Academia Española—1952; premio Princesa de Asturias, 1995) descubre cuatro tipos de símbolos, basado en la literalidad o no de la comparación poética.

1. Símbolo de realidad: aquel que plantea una literalidad posible, como en: “jorobados y nocturnos/ por donde animan ordenan”, del “Romance de la Guardia Civil”, de Lorca.

2. Símbolo homogéneo: de literalidad posible, pero poco probable, como en: “Y nada importa ya que el vino de oro/rebose de tu copa cristalina”. (Antonio Machado, Soledades, VII).

3. Visión: de literalidad imposible en los atributos de un ente (como en: “manos con vida que volantes se buscan”; Aleixandre, “Las manos”).

4. Imagen visionaria: de literalidad imposible en una comparación: “un pajarillo gris es como un arco iris” (propuesta por el propio Bousoño).

Aun así, el gran poeta y ensayista Octavio Paz, en vez de diferenciarlas, subsume las características tanto de la metáfora, como las del símbolo literario dentro del concepto imagen poética, que él propone a la hora de sintetizar el rasgo común que ha encontrado entre todas las figuras y tropos literarios, a saber: “(…) preservar la pluralidad de significados de la palabra sin quebrantar la unidad sintáctica de la frase o del conjunto de frases”. A lo que añade inmediatamente: “Cada imagen –o cada poema hecho de imágenes—contiene muchos significados contrarios o dispares, a los que abarca o reconcilia sin suprimirlos.” (El arco y la lira, 98).

Esta característica es central para Paz, a la hora de explicarnos la manera en que el poema nos dice o comunica su significado, valor o sentido. No obstante, debemos tener muy claro que el maestro mexicano es extensivo, pero a la vez exclusivo, al hablar de la experiencia poética (es decir: la recepción, valoración y aprehensión del poema), concibiéndola como experiencia verbal o, mejor aún, poemática. Para él, la poesía no solo se dice, sino que surge en y desde el poema.

Además, el lugar que ocupa el símbolo literario dentro de esta noción tan amplia de “imagen poética” es evidentemente impreciso. Como resultado, muchas de las características que Paz le atribuye a esta, otros estudiosos las refieren a la metáfora o el símbolo. Por ejemplo, además de la reunión en sí misma de significados opuestos (rasgo que va a detallar en su momento el antropólogo francés Gilbert Durand), la imagen poética comparte con el símbolo otros rasgos como el de “bastarse a sí mismo” y ser su propia fuente de significación (hecho que el filósofo Ernst Cassirer atribuye al mito); desplegar o desplegarse en un tiempo arquetípico (o bien: un tiempo no lineal); finalmente, la capacidad o tendencia a abordar, desde una realidad lingüística, una experiencia inefable.

En palabras de Paz (¿cuándo diré que fue el Nobel de Literatura, 1990?): “(…) la imagen es un recurso desesperado contra el silencio que nos invade cada vez que intentamos expresar la terrible experiencia de lo que nos rodea y de nosotros mismos.” (El arco, 111).

Ahora bien, esta última característica la aborda el pensador Paul Ricouer en estudios hermenéuticos como “Palabra y símbolo”, donde contrasta pacientemente el comportamiento de la metáfora frente al del símbolo y reconoce que, paradójicamente, es en este último donde se efectúa toda resistencia a la explicación conceptual, es decir: toda inefabilidad, a pesar de que es aquella quien (en palabras de Ricouer) “tuerce” el significado de todas las palabras implicadas en la frase poética, a fin de obligarlas a generar una nueva definición o sentido que, como vimos, no puede ser nunca literal.  

Al contrastar ambos tropos, Ricoeur evidentemente muestra tanto las similitudes, como las desemejanzas entre metáfora y símbolo, resaltando entre las primeras el hecho de que ambos crean una tensión entre dos niveles de significación, de los cuales sale continuamente vencedor el segundo, esto es, el sentido no literal.

En la medida que el símbolo acepte una lectura literal, debe estar claro que la misma será decididamente conceptual, referencial, limitada, puntual, constreñida y finalmente agotada. Sin embargo, la mayoría de estudiosos y teóricos coinciden en atribuirle al significado simbólico el carácter de inagotable, e incluso, de intraducible; amén de su dimensión no verbal o inefable ya mencionada. En una oración: la lectura literal del símbolo hace de este un mero signo lingüístico. O, como nos recuerda Tzvetan Todorov, un simple signo directo que se encuentra, como todo signo, en sustitución de otra cosa, es decir: de un referente, por el cual fácilmente se pudiera intercambiar. La blanca paloma, en sentido literal, no es más que un ave tranquila que tuvo la suerte de no haberse revolcado lo suficiente en las aceras percudidas de la concurrida ciudad.  

De este modo, al ser entendidos dentro de una lógica de la sustitución (y no de la tensión, como propone Ricoeur), metáfora y símbolo se supone que deban portar un sentido “igualitario”, conceptualmente equivalente al de aquel referente al que están supuestamente sustituyendo. Como señala Carlos Bousoño, la razón humana nos dictó hasta al menos los albores del siglo pasado que los dos términos de cualquier comparación poseían una semejanza racional, de modo que las perlas de la boca equivalían, por supuesto, a dientes; el sueño cotidiano, a la muerte; la hebra de oro, al pelo rubio y, finalmente, el fuego interior al amor.

 Borges señalaba con terror, en su breve ensayo “La metáfora”, la posibilidad de un catálogo o diccionario de estas, como proponía el autor irlandés de la Edda Menor, Snorri Sturluson. La concepción que ese también jurista medieval realiza del ejercicio poético, imaginando al poeta como alguien cuyo oficio es denominar de modo alterno o distinto lo ya nombrado, resulta cuando menos lamentable, si bien, nos recuerda decididamente la suerte que tuvo aquel poeta entusiasmado que tuvo la mala fortuna imaginativa de ser el protagonista del famoso cuento rubendariano, “El rey burgués”: ser entendido como un objeto de entretenimiento, en cualquier momento prescindible y en ningún instante, vital. 

De cualquier modo, es apabullante el contraste que observamos entre esa posibilidad enciclopédica (pero fútil) con que soñaba aquel jurista irlandés invocado por la erudición de Borges y esa proliferante realidad editorial con la que diccionarios de símbolos (sobre todo, de símbolos oníricos, es decir: los sueños) nos apabullan comercialmente, desde al menos, hace veinte lustros.

Al concebir la metáfora como herramienta literaria que no se limita a la sustitución de un término por otro, sino a la torsión de toda una frase, Ricouer abrió las puertas hacia toda una nueva concepción teórica de la misma; pero para alcanzarla ha abordado, como se dijo, el contraste directo entre esta poderosa herramienta literaria y los recursos ofrecidos por el símbolo. Ni este, ni aquella, serán concebidos en adelante como meros ornamentos del lenguaje, limitados a la sustitución de un término por otro. Ambos, repito, ponen en tensión dos planos de significaciones, de cuyo choque va a surgir “una nueva significación que concierne a la totalidad del enunciado”.  

Esa nueva significación (en la metáfora lo mismo que en el símbolo) será necesariamente intraducible, si bien las razones de ello son distintas en uno y otro caso. En la metáfora, toda traducción tiende a incorporarla al lenguaje común, como cuando ubicamos algo ayudamos a alguien “dándole una mano” o cuando nos abrigamos porque se está sintiendo un “frío peludo”. Esto hace de la metáfora un fenómeno de significación instantáneo, que se esfuma con cualquier repetición.

En el caso del símbolo, esos límites se expanden sorprendentemente hasta abordar toda nuestra condición humana, en al menos tres importantes ámbitos de nuestra experiencia, a saber: nuestros sueños, responsables de un simbolismo onírico cuyo valor existencial no se cansó nunca de subrayar, acaso con ímpetu más evidente que el de Freud, su simpático y conspicuo discípulo disidente, Carl Gustav Jung. En segundo lugar, el ámbito de la creación literaria, cuya producción requiere estados del alma no siempre susceptibles de una directa descripción. Y en tercer lugar, el ámbito de lo sagrado, generador de un simbolismo religioso de compleja, sino imposible, traducción intelectual.

En los tres casos, no solo atestiguamos una dimensión no lingüística, sino incluso (como plantea el pensador francés) “no-semántica”, en la que predominan pulsiones, estados emocionales y fuerzas innombrables.

En cuanto al simbolismo de los sueños, solo me limito a recordar que Jung no dejó nunca de creer que la interpretación del sueño no era ya posible, sino incluso, agotable (transcurridos eso sí, uno, dos, tres o cuatro lustros); tal y como Bousoño pensaba que era posible agotar la interpretación de una imagen surrealista, irracional, “visionariamente” simbólica. 

Como se sabe, la posibilidad de una interpretación de este tipo seria necesariamente personal, exclusiva y --por qué no-- excluyente de toda experiencia colectiva, cultural o mínimamente grupal, salvo en el caso de los conocidos arquetipos, que vienen a ser una especie de símbolos universales, surgidos de aquellas experiencias comunes a toda nuestra realidad humana. Aun así, Jung no parece haber dilucidado plenamente la manera en que estos arquetipos se transmitían de una cultura a otra; de modo que va ser en la obra antropológica de investigadores como Gilbert Durand donde se abordarán con eficacia minuciosa y empírica estos símbolos globales.  

Al analizar, en cambio, el ámbito de lo sagrado, Ricouer nos ubica de frente a la que acaso se erige como la más importante de las claves para comprender toda experiencia simbólica, la cual no es sino la llamada “ley de las correspondencias”:

Correspondencia entre el suelo laborable y el surco femenino, entre las entrañas de la tierra y el seno maternal (…) entre el cuerpo, la casa y el cosmos que hace significar mutuamente los pilares del templo y la columna vertebral, el techo de la casa y el cráneo, el hálito humano y el viento (…) (Hermenéutica, 33).

 

Hemos encontrado al fin la gran diferencia existencial entre metáfora y símbolo: “(…) ésta es una libre invención del discurso, aquél está ligado a las configuraciones del cosmos.” Más importante aún: “(…) los símbolos no llegan al lenguaje sino en la medida en que los elementos del mundo devienen en sí mismo transparentes”.

Cada porción de la Tierra va a poseer desde esta óptica una correspondencia con el Cielo, decir, con el cosmos. Tal es la razón por la que todo elemento telúrico es susceptible de transformase en símbolo. Tal, también, es la razón por la que el símbolo no posee una arbitrariedad absoluta, como muchos semiólogos han anunciado, sino al contrario: cada símbolo traduce a la palabra una fracción no verbal de nuestro encuentro existencial con el misterio del cosmos, desvelado a medias por la ciencia. Esa experiencia no verbal no acepta el molde restringido del concepto y por ello, recurre al símbolo en busca de una mejor adecuación que, a fin de cuentas, nunca se realizará por completo.

Al respecto, Durand acepta como punto de partida para su análisis la definición de símbolo ofrecida por Jung, a saber:

La mejor representación posible de una cosa relativamente desconocida, que por consiguiente no sería posible designar en primera instancia de manera más clara o más característica. (Imaginación, 13).

 

A pesar de esa inadecuación del símbolo, encontramos como vimos la “motivación” del mismo, fundada en esa ley de las correspondencias, no solo señalada por Ricouer, sino ensalzada al menos medio siglo antes que él por el alma despierta de Charles Baudelaire:

Como ecos diferentes que en el espacio ahonden

Hasta hallarse en el ápice de una rara unidad,

Vasta como la Noche y la diafanidad,

Colores y sonidos y aromas se responden.

                                                                                                            (“Correspondencias”).

A lo que Rubén Darío respondía en lengua hermana:

Saluda al sol, araña, no seas rencorosa.

Da tus gracias a Dios, oh sapo, pues que eres.

El peludo cangrejo tiene espinas de rosa

y los moluscos reminiscencias de mujeres.

                                                                                                            (“Filosofía”).

 

En el poema del primero, las concomitancias entre el cosmos y el ser humano resultan marcadamente corpóreas, sensoriales; mientras que en Darío interviene una asociación al menos parcialmente intelectual y reflexiva. Además, el pensamiento de este remite en última instancia al Todopoderoso, mientras que el poeta francés limita su entusiasmo devocional a la Naturaleza. De todos modos, las correspondencias entre el amplio mundo terrenal y el más ceñido espacio de nuestra realidad existencial siguen siendo las mismas. 

He ahí el núcleo de toda asociación simbólica: una correspondencia entre el ámbito telúrico, cuando no cósmico, y nuestras limitadas vivencias humanas. Esa correspondencia es cuando menos inteligible y evidentemente, no es creada por el autor. Este solo se limita a propiciarla, gracias a los elementos que escoge en su escrito literario. Repito: el autor favorece la presencia del símbolo en su obra, más allá de presentarlo como evidente metáfora contrastante entre dos realidades, o como imagen poética de indudable calidad estética, si bien carente de interpretación.

No. El símbolo aquí perseguido es aquel que, aunque poco evidente, posee una densidad significativa --cuando no comunicativa-- e interpretativa, cuando no interpretable. “Símbolo de realidad”, según Bousoño; “inexplicable obviedad”, según el Eco rigurosamente afable.  Se piensa que el autor no lo ha colocado donde está, pero no se piensa que --autor o autora-- solo han hecho contacto y traído a primer plano (sí: al plano del énfasis) elementos que le superan, en términos de vigencia temporal y, en suma, cognitiva.

Ese símbolo transparente es hermano de aquella imagen “torcida” de la metáfora, aun cuando el lector se ha rehusado (ayer y ahora) a atribuirle su presencia conturbadora al autor. La razón de esa duda ahí reside: en la potencia a la que apunta con los elementos que ha escogido a la hora de desarrollar su historia. Esa potencia no le pertenece, ni al autor, ni a la interpretación del lector, sino a la presencia del símbolo, invitado por el autor al espacio textual y descubierto por el lector despierto.

Antes de proseguir, antes de evidenciar la participación del autor en la aparición textual del símbolo, recapitulemos las características más sobresalientes de tan importante recurso discursivo. En primer lugar, se trata de un signo motivado; es decir, no arbitrario. Esto es así, debido a lo enraizado que se encuentra respecto a un aspecto preciso de algún plano no verbal (psíquico, sagrado o emotivo) de nuestra existencia.

Por todo ello, el símbolo posee un referente siempre abstracto, cuya identificación como elemento de la realidad se torna siempre difusa, imprecisa o inexacta. Así pues, el símbolo no es sino la revelación de la existencia de un sentido; es una significación que no se agota en ningún referente u objeto referencial.

Para acceder a dicha significación se hace imperante lo que el famoso historiador de las religiones Mircea Eliade denominaba “hierofanía”: la manifestación de lo sagrado a través de un ente concreto. El término “epifanía” es igualmente propio para referirnos a esa “revelación de un sentido” ahora mencionada. Debe estar claro aquí que por más que el autor procure condicionar su escrito a fin de que esta epifanía pueda efectuarse, va a necesitar por supuesto de la voluntad de un lector dispuesto a enfrentarla. De ahí que a fin de cuentas se sospeche que la participación del primero dentro de la experiencia simbólica nunca ha sido intencional, ya que todo el contenido de la experiencia simbólica parece siempre volcarse exclusivamente sobre los hombros del lector.

A pesar de su lectura literal, es mediante una lectura “indirecta” (epifánica) que se revela el contenido del símbolo. Un ejemplo ofrecido por Todorov es el de la imagen pictórica de un toro que, en la medida en que se encuentra representando a este animal, no es sino un ícono del mismo; mientras que transmuta en símbolo al pretender significar “hombre fuerte”.

 Finalmente, debido a su inadecuación para representar un referente carente de forma, el símbolo tiende a la repetición, pues procura a través de la misma ir generando un sentido que en más de una ocasión (en más de un momento interpretativo) suele comportarse de manera refractaria. Al respecto, solo me limito a citar las claras palabras con que Schulman nos acerca al imaginario simbólico que atraviesa la obra poética y ensayística del entrañable Martí:

La conclusión de que las imágenes adquieren valor simbólico cuando denotan más que una mera representación de algún aspecto particular de la realidad y asumen una función dentro de un sistema de interrelaciones repetidas nos proporciona un sentido orientador en esta encrucijada de diferenciaciones semánticas. (Símbolo y color, 25).

 

 Una vez más: es a partir de la reiteración que el símbolo logra consolidarse como tal, puesto que paulatinamente se va cargando de ciertos sentidos que el simple signo lingüístico es incapaz de capturar mediante designación directa. Podemos parafrasear esta idea atreviéndonos a afirmar que el símbolo es un signo a cuyo aspecto referencial se le ha sumado otro, esta vez emotivo.  

 Pero, ¿por qué mejor no dedicarnos a encontrar todas estas cualidades en un ejemplo concreto? Obra maestra de nuestras letras, el breve cuento “La carta” se muestra como el caso perfecto para ilustrar lo explicado hasta aquí. Se trata –como sabemos-- de una composición sin mácula que narra la desventura del emigrante Juan, quien viaja del campo a la ciudad henchido de ilusiones, si bien, desempleado y carente de una educación formal. La ciudad se le presenta como el más hostil de los escenarios laborales, aunque ello no le impide generar una buena dosis de osado optimismo con el cual escribirle una carta entusiasta a su mamá.

Dos partes estructuran el cuento: el texto de la carta escrita por Juan y el colofón aclarativo, escrito por el narrador. Esta última parte fue editada por el autor en versiones posteriores de “La carta”, por lo que presento ambas, a fin de ilustrar claramente la importancia de los detalles que la integran.

En un primer momento, nos contaba el narrador:

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con la palma hacia arriba. Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.

 

Luego el autor quiso omitir ciertos detalles, manteniendo por supuesto los que consideraba esenciales:

 

Después de firmar, dobló cuidadosamente el papel arrugado y lleno de borrones y se lo guardó en un bolsillo del pantalón. Caminó hasta la estación de correos más cercana, y se acuclilló en el umbral de una de las puertas. Contrajo la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha abierta. Cuando reunió los cinco centavos necesarios, compró el sobre y la estampilla y despachó la carta. 

 

Despojado de la gorra, Juan no posee ya sino ambas manos, una de las cuales –para colmo de males—solo le sirve en la medida que pueda presentarla obsoleta ante el público, falsamente inutilizada. Juan es definido por su manquedad. La mano izquierda es la sinécdoque de su cuerpo entero. La palma de la derecha está abierta, en necesidad manifiesta (efectivamente: “palmaria”).

La izquierda es “siniestra”; la derecha simboliza la ubicación perfecta y el lugar deseado. Es allí donde se encuentra el Salvador: justo a la diestra del Padre. Pero aquí nos interesa la mano, escogida por González para puntualizar las acciones de Juan. La mano que escribiendo un mensaje por primera, intenta dar continuidad al habla (“Qerida bieja: Como yo le desía antes de venirme…”) afirmando, lo mismo que mintiendo. Esa mano suscribe y de paso, borronea la carta. ¿La carta o la realidad?

Según el profesor Ríos Ávila, la producción literaria de Jose Luis González evidencia o constituye abiertamente un expreso “viaje hacia la lucidez”. El costo, sin embargo, de dicho viaje es lo que este mismo crítico literario considera un sacrificio, pues afirma:

(…) me parece que lo que se sacrifica en este proceso, en la medida que la claridad es su norte, es, precisamente, lo personal. Lo meramente subjetivo, lo anecdótico, lo excesivamente sentimental, lo melodramático, están siempre asordinados en esta escritura, subordinados siempre a la trama mayor del orden social y el imperativo histórico.”

(La raza, 197).


¿En qué momento se afirma en esta cita la supresión completa del sentimiento? Aquí se afirma el solapamiento, la ocultación de lo emotivo. Ese ocultamiento nutre el símbolo.


De otra parte, la escritura de Juan lo delata, no como persona sino al contrario, como ser humano:

All agree, and it is easy to see, that hands allows us to display our words in writing. It is, in fact, one of the marks of a rational being to express thoughts in writing and, in some sense, to talk through the hands which give a permanent form to sounds and gestures. 

(Dictionary, 469).

 

Estas palabras latinas pertenecen a san Gregorio de Nisa; pero la fuente de consulta es el Diccionario de Símbolos, publicado por la conocidísima casa editorial Penguin. En el mismo se lee, además, que “manifestatio” procede de “manus”, ya que lo manifiesto se puede ubicar en la mano o atrapar con esta; que la simbología hinduista y budista referida a la mano es abrumadoramente prolija; que este simbolismo se registra en África, Asia, Medio Oriente y Occidente; que en Mesoamérica estuvo asociado a la muerte y el inframundo; que en la Biblia (Viejo y Nuevo testamentos) significa supremacía y poder; que entregarse en manos de alguien es ceder la voluntad propia a la de otro. ¿Qué más? La mano está relacionada a la herramienta.

Finalmente:

Even when it is the sign of taking possession of something or of confirming the powers of someone, as hand of justice, hand taking seisin of land or goods, or hand given in marriage, it sets its owner apart either in the performance of his or her duties or in some new office.

(Dictionary, 470).

 

 

La mano que se hace cargo de un papel ajado, pero custodiado cuidadosamente, es la misma que cuidadosamente envía al corazón de una madre una mentira. Toda heroicidad dactilar se ha perdido. La mano poderosa ha sucumbido; la mano solidaria se extravió. El símbolo digitígrado ha completado su ciclo y a la significación triunfal le ha sobrevenido la realista, conceptual, austera.

Incómoda ante el insufrible peso de lo real, la mano de Juan se rebela; reúne a duras penas unos centavos, gracias a los cuales envía su mensaje promisorio y recomienza el obstinado entusiasmo de su hablar... 

Muchísimas gracias por su atención.

(Ensayo dedicado íntegramente a Haddys Torres, cuya sonrisa es el faro luminoso de mis días).

 OBRAS CITADAS:

 Baudelaire, Charles. “Correspondencias”. Las flores del mal. 1896. Eduardo Marquina, trad. Madrid: Mestas  Ediciones, 2001. Colección Clásicos Universales, 33.

 Bombal, María Luisa. “La ultima niebla”. (1931). https://ciudadseva.com/texto/la-ultima-niebla/

 Borges, Jorge Luis. “La metáfora”. Obras Completas. Carlos V. Frías, ed. Emecé Editores, 1974. (El ensayo corresponde al libro Historia de la eternidad).

 Bousoño, Carlos. Superrealismo poético y simbolización. Madrid: Editorial Gredos, 1979. Biblioteca Románica Hispánica. Colección Estudios y Ensayos 288.

 ---.“Símbolos en la poesía de San Juan de la Cruz.” El simbolismo. José Olivio Jiménez, ed. Madrid: Taurus, 1979. 67-94. Colección El Escritor y la Crítica.

 Chevalier, Jean, Alain Gheerbrant. The Penguin Dictionary of Symbols. 1969. John Buchanan-Brown, trad. Segunda edición. Londres: Penguin Books, 1996. Colección Penguin Reference. (Original en francés).

Darío, Rubén. “Filosofía”. Cantos de vida y esperanza. Undécima edición. Madrid: Espasa-Calpe, 1967.  Colección Austral, 118.

 Durand, Gilbert.  La imaginación simbólica. 1964. Marta Rojzman, trad. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1971.

---. Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Introducción a la  arquetipología general. 1960. Mauro Armiño, traductor. 6ta. edición. Madrid: Taurus Ediciones, 1981. Colección Ensayistas, 202.

 Eco, Umberto. “¿Qué es el símbolo?”. Sobre literatura. Helena Lozano Miralles, trad. Barcelona: R que R  Editorial, 2002.

Eliade, Mircea. The Sacred and the Profane. The Nature of Religion. Willard R. Trask, traductor. Nueva York: Editorial Harvest, 1959.

 Ferré, Rosario. “La muñeca menor”. Papeles de Pandora. https://www.literatura.us/ferre/menor.html

 

González, José Luis. “La carta”. (1948). El hombre en la calle. https://ciudadseva.com/texto/la-carta/ (Primera versión).

 

---. “La carta”. (1948). El hombre en la calle. https://tapiz.uprb.edu/tapiz@lared001/cuento/lacarta.html (Segunda versión).

Jung, Carl G. “Approaching the unconscious.” Man and his symbols. Jung, ed. 1964. New York: Windfall-Doubleday, 1983.


Paz, Octavio. El arco y la lira: El poema. La revelación poética. Poesía e historia. 3ra. edición. México: Fondo de Cultura Económica, 1998. Colección Lengua y Estudios Literarios.

 Ricoeur, Paul. “Palabra y símbolo.” Hermenéutica y Acción. De la Hermenéutica  del Texto a la Hermenéutica de la Acción. Mauricio M. Prelooker et. al., trads. Tercera edición. Buenos Aires: Prometeo Libros, 2008.

Ríos Ávila, Rubén. "Melodía".  La raza cómica. San Juan: Ediciones Callejón, 2002. 

Schulman, Ivan. Símbolo y color en la obra de José Martí. Segunda edición. Madrid: Editorial Gredos, 1970. Biblioteca Románica Hispánica 47.


Todorov, Tzvetan. Teorías del símbolo. Francisco Rivera, traductor. Tercera  edición. Venezuela: Monte Ávila Editores, 1993. Colección Estudios.

  

 

 


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