(Carta con final abierto y un montón de dos puntos, a Miquito)
Amigos:
Esta no es una declaración genérica de amor, pero: ¿cómo no pudiera amar yo a quien ama lo mismo que amo...: la escritura? No la palabra, que es íntima y secreta, sino la cáscara elaborada de ella.
No importa que haya quien les diga a los niños, a las enamoradas y al pueblo, con las palabras de la boca.
Lo que amamos es la escritura: ese "ritmo de las ideas", como propuso entre otros, y hasta hace poco, O. P. La escritura: la que exige un verdadero amor, que es el que le dedican ustedes y yo a ella: eco eternizante del habla.
No importa que muchísimos poemas hoy día se reciten “como hablando”. Lo que importa es que la poesía y la gente, que habla tanto, no se cruzan. Y la gente es vulgar y no importa; y si lo hace es sólo en la medida en que sea, para los demás, poesía. La prueba DE TODO LO CUAL es que la poesía para la gente tampoco importa, como en un efecto especular: recíproco.
Y el que se alarme a este punto por estas cosas no debería ni siquiera volver a leer. Ni un mensaje, ni un aviso. Ni una seña, ni una miserable indicación. Ni un secreto, ni la correspondencia de la rima. Ni un código inventado, ni los sueños.
Como verán, aborrezco la hipocresía y maldigo con esta mi alma canjeable a los cobardes. Como todo buen escritor y buen crítico.
De todos modos, este ha sido el propio castigo de la literatura: hoy día la escritura es algo menos que una reliquia aceptable en un rincón (universitario), “por algo” o “por alguien”.
(Miento: hay hoteles llenos, repletos de escritores.)
Los estudiantes de literatura: ustedes y yo, ¿qué estudiamos?
Estudiamos, como los monjes, la aproximación individual a “la palabra”. Estudiamos un amor y un egoísmo. Y el de otros.
Todo lo cual no es sino un privilegio; y todo y más que nada, un privilegio individual pues para nosotros, estudiar es convivir con la escritura.
Por eso estudiar es también pensar, a escondidas, en aquello que pudimos haber escrito sobre la gente. (“Cómo se dolerán si llego a escribirlo", pensaba yo, por culpa de Henry Miller, antes de mis cuentos amables. ¡Tal era el poder que había sentido!)
Estudiar es escuchar el palpitar sonoro de mi esposa: el de su voz y sus pasos. Estudiar es dormir y desterrar en los sueños (¡por fin!) al tiempo. Estudiar es concentrarse ahora, como en un poema nada menos que de Alexaindre, en estas líneas...
Y mientras cebamos con afán nuestro amor puro y egoísta por la escritura, nadie marca el teléfono y nos dice: “He pensado, escritor, en que sí te necesito…”
(Mentira, Miquito: esa voz se escucha a cada rato. Allá aquellos que no han podido, por alguna otra canjeable razón, escucharla...)
Amigos:
Esta no es una declaración genérica de amor, pero: ¿cómo no pudiera amar yo a quien ama lo mismo que amo...: la escritura? No la palabra, que es íntima y secreta, sino la cáscara elaborada de ella.
No importa que haya quien les diga a los niños, a las enamoradas y al pueblo, con las palabras de la boca.
Lo que amamos es la escritura: ese "ritmo de las ideas", como propuso entre otros, y hasta hace poco, O. P. La escritura: la que exige un verdadero amor, que es el que le dedican ustedes y yo a ella: eco eternizante del habla.
No importa que muchísimos poemas hoy día se reciten “como hablando”. Lo que importa es que la poesía y la gente, que habla tanto, no se cruzan. Y la gente es vulgar y no importa; y si lo hace es sólo en la medida en que sea, para los demás, poesía. La prueba DE TODO LO CUAL es que la poesía para la gente tampoco importa, como en un efecto especular: recíproco.
Y el que se alarme a este punto por estas cosas no debería ni siquiera volver a leer. Ni un mensaje, ni un aviso. Ni una seña, ni una miserable indicación. Ni un secreto, ni la correspondencia de la rima. Ni un código inventado, ni los sueños.
Como verán, aborrezco la hipocresía y maldigo con esta mi alma canjeable a los cobardes. Como todo buen escritor y buen crítico.
De todos modos, este ha sido el propio castigo de la literatura: hoy día la escritura es algo menos que una reliquia aceptable en un rincón (universitario), “por algo” o “por alguien”.
(Miento: hay hoteles llenos, repletos de escritores.)
Los estudiantes de literatura: ustedes y yo, ¿qué estudiamos?
Estudiamos, como los monjes, la aproximación individual a “la palabra”. Estudiamos un amor y un egoísmo. Y el de otros.
Todo lo cual no es sino un privilegio; y todo y más que nada, un privilegio individual pues para nosotros, estudiar es convivir con la escritura.
Por eso estudiar es también pensar, a escondidas, en aquello que pudimos haber escrito sobre la gente. (“Cómo se dolerán si llego a escribirlo", pensaba yo, por culpa de Henry Miller, antes de mis cuentos amables. ¡Tal era el poder que había sentido!)
Estudiar es escuchar el palpitar sonoro de mi esposa: el de su voz y sus pasos. Estudiar es dormir y desterrar en los sueños (¡por fin!) al tiempo. Estudiar es concentrarse ahora, como en un poema nada menos que de Alexaindre, en estas líneas...
Y mientras cebamos con afán nuestro amor puro y egoísta por la escritura, nadie marca el teléfono y nos dice: “He pensado, escritor, en que sí te necesito…”
(Mentira, Miquito: esa voz se escucha a cada rato. Allá aquellos que no han podido, por alguna otra canjeable razón, escucharla...)
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