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El secreto de sus ojos y de sus palabras: dos años después

Esta cinta de Campanella puede y debe interpretarse a partir de varios niveles de significación. Una interpretación literal (como la de J. Rodríguez Chico en LaButaca.Net: revista de cine online) no solo revelaría una anacronía de siglos (¿quién que es moderno lee las cosas literalmente?), sino que exigiría del filme la superación de unas técnicas para las que evidentemente sí estuvo pensado. Y es que El secreto de sus ojos es una película “clásica” en su formato: detective A (o “funcionario judicial”) en busca de sagaz asesino B, asistido por compañero escudero C; mirada en retrospectiva (“flashback”); polarización de la búsqueda (de un lado los “buenos”, Espósito y Sandoval, asistidos por Irene; del otro Gómez, asistido por… ¡ah! ¡¿cómo se llamaba aquél?!); e incluso los recursos del “doble”, del “alter ego” y del “espejo” se funden en la figura de Ricardo Morales, a quien Espósito considera la personificación del enamorado incondicional, identificándose de inmediato con el mismo ya por su valor objetivo (su capacidad inagotable de amar), ya por el enorme consuelo que indirectamente le da a su propia situación (pues Espósito ama a una mujer comprometida y eventualmente casada con otro, que además le supera en brío y méritos profesionales).

Una interpretación literal haría deslustrar todo esto… pues “dentro” de estos esquemas casi-convencionales es que surge el verdadero milagro de esta cinta (o novela: pues se inspira en la novela de 2005 “La pregunta de sus ojos”, de Eduardo Sacheri). Quiero decir: incluso el mismo guion nos dirige, nos vuelve observadores pasivos en muchos pasajes de la trama, para luego, en los instantes verdaderamente importantes, darnos de frente con la sorpresa: elemento que aparece a lo largo de toda la lenta acción de la cinta y le da su verdadero valor (¡como en el mejor de los cuentos de Quiroga o Cortázar!). Así, Espósito nos dice quién es el sospechoso y eventual asesino de Liliana: Isidoro Gómez; Sandoval nos dice cómo dar con él; y la jueza Irene Méndez despliega ante nosotros el viejo método de hostigar psicológicamente al acusado (Gómez) hasta hacerlo confesar, vía incontinencia emotiva... y a pesar de todo esto, no sospechamos lo que detrás de nuestros ojos se trama.

El destino de Isidoro, al que están atados tantos otros, poseía un desenlace inesperado, aunque deseado (deseado, al menos, por muchos). Es enorme la historia de su relación con la Justicia porque esta implicaba sus
relaciones con el Estado, para el cual trabajaba. Isidoro refleja, de manera individual, una relación colectiva con la Justicia. La relación enfermiza de la Dictadura respecto a los elementos patógenos del Estado, que, no olvidemos, eran también los patógenos del Poder. Isidoro estaba enfermo y, de hecho, nunca curó. Porque eran terribles los remedios con que *orales quiso erradicar su enfermedad-locura, que era la enfermedad-locura de los altos poderes (políticos et. al.) de su sociedad.

Morales: Moral: Oral: Silente. (¿Isidoro? ¿Y si doro? ¡Y, sí, doro! ¿Y si *oro?)

La alternancia de las palabras y los silencios es decisiva en el centro mismo de la trama: Espósito es incapaz de decir a Méndez “te amo” (mensaje que se apocopa hasta casi el final en un angustioso “te-mo”); Sandoval no nos dice nunca los motivos de su insatisfacción personal (que lo lleva del alcoholismo a la ruptura de su matrimonio) y cuando por fin decide afirmar algo, ese algo es una mentira con la cual falsea su identidad y precipita su muerte; Morales hace las preguntas exactas a Espósito y el resto del tiempo permanece callado, al acecho del asesino de su esposa; Gómez confiesa y “calla para siempre”. Solo el detective corrupto (¿?) posee el poder de la palabra: habla para desnudar la cruda verdad, confiesa su corrupción de un modo casi palmario y le asegura a la impotente pareja, Espósito-Méndez, que “no pueden hacer nada” ante sus gestiones. Tan duras son estas palabras que propician la partida de Espósito hacia la ruralía argentina, llevando consigo sus frustradas esperanzas de amor. Veinticinco años de silencio subsiguen a ese viaje.

En una extraña escena, el juez superior cita a Espósito a su oficina y le hace deletrear su apellido a manera de confesión, por haber incumplido una orden que le había dictado. En una perspectiva lingüística, la esposa asesinada representa la pasividad absoluta respecto al poder de la palabra, pues nunca se la presenta hablando; Irene Méndez, la segunda mujer de la cinta, no parece tampoco sorprendernos por su elocuencia, sino que más bien se encuentra expectante (al menos, en una relevante escena en su oficina), a la espera de las palabras que pudiera recibir y al fin recibe de su compañero de trabajo. “Va a ser complicado” le afirma al final del filme, como aceptación más o menos directa a la declaración amorosa que entonces se anima a enunciar el cohibido Espósito…

Incluso entre Sandoval y su jefe existen grandes pasajes de incomunicación, que Espósito sortea por otras señas, como cuando aguarda en el bar a que su súbdito ordene otra copa y acepte con ese gesto ayudarlo en su investigación. De todos modos, es Sandoval quien verbaliza el tema principalísimo de la pasión, y gracias a su explicación se develan ciertas constantes de la obra: la pertinacia de Espósito respecto a Irene, la obcecación de Isidoro, y por supuesto, todas y cada una de las acciones de Ricardo Morales: alter ego de Espósito, abiertamente admirado por él. La diferencia entre uno y otro es la palabra, que se quedó muerta en la boca del primero, y nació en el segundo poco a poco hasta llegar a florecer plenamente, revirtiendo en un instante cinco lustros de existencia copada únicamente por la NADA.

"Nihil novi nisi commune consensu", donde "consenso" es la palabra. La incomunicación (tema del "absurdo" existencialista que tan bien le quedó al Cortázar de "Nada a Pehuajó") va anunciada desde el t
ítulo mismo. Los ojos le revelan dos cosas al protagonista: la culpa (en Isidoro) y el amor (en Morales). Se le convierten en "símbolos", más que en "signos". Es decir, le revelan algo, pero no dialogan con él. Espósito busca el diálogo (no quiere un cuerpo, sino una palabra de y para Irene); Isidoro lo anula (brutalmente); Morales lo prohíbe a uno, y lucha por no olvidarlo en otra. El espectador asiste a una sucesión de vacíos verbales, a pesar de que paradójicamente la trama se sustenta en la palabra, pues las "acciones" realmente escasean, en comparación con las secuencias de diálogos. Lo que se logra gracias a la calidad de la actuación (según Miguel A. Delgado). Acaso también, gracias a la agilidad del razonamiento del diálogo de los argentinos, a la intensidad con que comparten sus palabras y la confianza con que se amparan en las mismas para decir o callar lo vivido. Aunque me parece que en esto de la expresividad verbal, los argentinos se nos parecen mucho a nosotros los boricuas. Pero bueno, ese es otro tema.

Lo que no debemos olvidar a este punto es que uno de los mejores atributos que esta historia nos muestra, a nosotros los globalizados de esta era, es (a través de ese lenguaje tan argentino) su universalidad.

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