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El secreto de la Luna

Cuento con el que concursé y, como siempre, no gané en el certamen de El Nuevo Día
 
Fue como si un peso existiera, territorial, concreto, en las palabras urgentes con las que Juan José me hablaba. Y como si ese peso me hubiese atraído, por culpa de una fuerza orbital imprudentísima, hasta el núcleo solitario y úrsido de su cerebro. Juan José, en palabras simples, era el único hombre-oso, con un poco de conciencia, que habitaba ** su planeta. Y siempre fue para su mamá, María Andares, un satélite importante al que ella dedicó, como a nadie, su enérgica luz interior.
Esa tarde, Juan José me había dicho: “Mami descifró mi Mundo.” Y también: “Ella hizo que me temblara hasta el ombligo, cuando me explicó lo de Papi.” Con imágenes como ésas me quiso aclarar (estoy seguro) eso que yo pudiera llamar el “alma suya”, si es que quieren que me arriesgue a pronunciar palabras tan grandes como “alma” (de ciento veintitrés mil acepciones). Pero yo preferiría lo contrario. Yo me iría a mi memoria con unos guantes, una copiadora anastática y dos brazos, y copiaría la secuencia exacta con ** que Juan José me habló de su mamá, que estrenaba un divorcio feliz hacía muy poco; y que, entre tantas otras cosas, se refería a sus cambios de ropa como a “cambios de fase”, aunque casi siempre vestía de blanco, andaba en sandalias y lucía sortijas brillantes en sus incansables pies.
Le haría un halago a este compañero, si plagiara sus palabras exactas (ingenuotas y lentas, pero efectivas) con que narró todo aquello. De paso, le rendiría un homenaje a su madre, que se puso a estudiar después de adulta, y tenía dos ojos y una espalda. Lo más correcto que puedo decir sobre ella es eso mismo: que tenía dos ojos (marrones) y una espalda (pecosa). Y lo más importante: que ella estudiaba también como nosotros, Juan José y yo (que apenas comenzaba a frecuentarlo). Estaba matriculada de nuevo, después de unas cuantas décadas, no sólo en nuestro propio Recinto, sino en nuestra propia sección. Y era la última persona en la que pensaba uno, cuando escuchaba la frase “estudiante universitaria” y la asociaba (como yo) con Claudia, con Mariangely o con *osita.
En palabras sencillas: no era fácil. Ser aquella conciencia que habitaba a Juanjo no era fácil, por su carga escondida de complejos, y por la presencia (gravitante, constante) de su mamá. Ella estaba matriculada en la misma sección que su hijo-oso, que también era la mía. Pero solamente a él opacaba con sus notas, y torturaba hasta los límites de la demencia, cuando comentaba sus relaciones materno-filiales en plena clase, o le preguntaba al profesor de ojos lindos (de Literatura Comparada) a qué se refería exactamente cuando hablaba de* “placer textual”.
Apostando a un consuelo, me atreví a preguntarle a Juan José: “¿Cuántas clases más cogen juntos?” “Es la única en la que ella está matriculada”, casi me gritó, insistiendo en detallarme las andadas de su madre: “Hace una cosa distinta cada mes, desde que se separó de Papi: o pinta, o baila, o hace yoga. Aparte de que se ** quedó con la casa. En serio: ¿qué carajos le pasa?”
Juan José insistía en describirla: “Tiene manías: te envía mensajes de texto con asteriscos. Te dice: “No tengo ni cierto desierto”, cuando le preguntas algo que no sabe. Y se queda callada un rato, cuando sí… ¿¡Te fijas!? Pone a hablar raro a uno mismo. Rimando cosas que no se supone que rimen, como: “tengo los espejuelos en el carro/ que de hecho hay que lavar, que tiene barro.”
“Tal vez está enamorada”, dije peligrosamente. Pero añadí de inmediato, con inesperada humildad: “Disculpa.” Juan José me aseguró: “No tienes de qué disculparte.” Y continuó: “Papi se portó mal con ella y la *odió mucho, y comoquiera se quedó con la renta de un apartamento que tenían en Aguada. Si está enamorada o no, allá ella.” Pronunciando un “ella” tan personal y sentido, que me obligó a repasar lenta y atentamente, todo lo que yo mismo conocía sobre María Andares. Que era, de hecho, lo suficiente como para poder compararla con mi propia madre:
María Andares se vestía con escotes “helénicos”, cuando salía. Mi mamá no salía. María Andares tenía, entre capital y activos, cincuenta y tres primaveras. Mami había adquirido un débito por sesenta y cuatro otoños. La mamá de Juan José (según ** dijo) se acostaba solamente uno o dos días, a finales de mes, con su marido: Papá Oso. Mami se acostaba sin sueño y, como nunca se dormía, paradójicamente nunca se despertaba. María Andares tendría una fiesta en su casa cuando acabara el semestre. Mi mamá (Modesta Pérez) conmemoraba hacía años una viudez monacal. Una escribía un diario de estudiante, en el que sombreaba pronombres y letras con asteriscos. La otra olvidaría su nombre en diez, quince, veinte años (no más). Ambas tenían una mirada y dos ojos, que en una resplandecían chispeantes, y en la otra se eclipsaban al mirar.
“Aparte de que yo no soy un ingrato”, me aseguró Juan José. “Mami descifró mi Mundo, y ella hizo que me temblara hasta el ombligo, cuando me explicó lo de Papi (ese infeliz) y Tía Estela. ¿Sabes que hasta piensa escribir algo sobre eso?” “¿En la prensa?”, pregunté yo, sin pedirle permiso a Juan José para la broma. Él miró con la boca abierta hacia los árboles del campus, y yo me arrepentí bastante de mi* imprudencia*. Pero de pronto, como si nada hubiera pasado, me dijo a toda prisa, en unos pocos grafemas: “Ayer fuimos a comer. Y mira si mi mai es increíblemente extraordinaria, que me enseñó las fotos de los dos. Ella se quedó viéndolo todo, hasta que los dos acabaron.”
Lo asombroso e increíble de todo aquello fue el hecho de que, a partir de algún momento de su historia, yo comprendía plenamente los sucesos que Juan José me estaba describiendo; a tal punto, que incluso conocía los detalles que le faltaban por narrar: su mamá se había quedado contemplando a su marido, aquella noche —en el relato de Juanjo— con una tranquilidad espeluznante, mientras aquel señor (Papá Oso) le hacía el amor a su cuñada: la hermana menor de María Andares. Ella lo había sufrido todo, sin que rodara una lágrima por sus mejillas. Luego le tomó unas fotos imposibles, mientras su esposo y su hermana se enjuagaban los pecados en la pequeña piscina de la casa. Ella se escondió en la Tacoma cuatro puertas (a nombre de su marido), porque ni siquiera el muy renco tuvo la ocurrencia de activarle la alarma. Detalle que Juan José no conocía, estoy seguro, ni había mencionado —por tanto— en un relato tan íntimo y tan personal como el suyo, que era, a la vez, tan mío.
¿Cómo yo recordaba todo aquello que Juanjo me contaba por primera vez? La culpa era de la historia misma que, para ser narrada, necesitaba de alguien tan relacionado pero ajeno a la causalidad de los hechos, como Juanjo. Él era el único que podía contar esa historia, sin mancharle los pliegues de la trama con frases melindrosas como esta misma. El caso es que yo había escuchado a Juan José con atención, y ya estaba al tanto de todo. Solo faltaba repetir los sucesos finales de aquel drama, por boca de él o mía, y retirarse a divagar en ** silencio. La sorpresa del papá al despertar al otro día junto a Estela Andares, y no junto a María: su esposa. La conversación abatida entre María Andares y Estela aquella misma noche, luego de que Papá Oso se durmiera. La determinación de la madre para que su hermana querida se quedara junto al Oso, y ostentaran sus amores en pleno día. La humillación de la Tía. Esos sucesos que restaban, los conocía yo tan pronta pero claramente, que cuando Juan José me preguntó *** qué pensaba de esa historia de la separación de sus padres, que tanto lo estremeció y por la que tanto había sufrido, yo le contesté alegremente que:
—“Bueno, tres cosas: me parece que tu papá tiene suerte de que tu mamá no lo odie. Tú, a pesar de todo por lo que estás pasando, debes reconocer que tienes una madre definitivamente excepcional. Y ella misma, no cabe duda de que se encuentra en evidente paz.”
Juan José me replicó: “¿Cómo le puedes llamar ‘paz’ al ajetreo que tiene Mami todo el tiempo?” Yo le expliqué convencido: “Para tú mamá, el tiempo tiene, por necesidad, que ocurrir así de rápido.”
—“¿Tú qué sabes?”, me preguntó, a punto de ofenderse.
—“Sé que tú mamá es la Luna”, pensé responderle, pero no lo hice. Le dije no sé qué cosa, lo dejé acabar y me fui a ** casa. Al fin y al cabo, yo estaba empezando a conocerlo, y no tenía la suficiente confianza en él, como para darle a conocer un secreto astroblemático tan grande como ése. Además, fue Juan José quien se había entusiasmado con la idea de acercarme a los suyos, y hacerme partícipe de sus misterios. No. Me equivoco. No fue Juanjo. Había sido la fuerza orbital de sus palabras.

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