Un
hombre va a su casa a cierta velocidad. Sabe cuáles son las condiciones: el
cuarto vacío, la casa a solas, la autopista. Sobrepasa este carro, se dirige a
este otro, pero permanece estable en el límite de velocidad requerido.
A la altura de Cayey, preso en el paisaje,
logra interesarse por una nube inmensa, en forma de meteoro. Nadie a esa
velocidad se interesa por tal cosa. Sin embargo, el sujeto se pregunta si esa
gran nube meteórica devendrá en castillo, en imposible toronja, o en cabeza de
algún dios desconocido, ahora que el viento allá arriba moldea su acolchonada
coraza.
Un
momento a la espera y ya se colma de emoción. El meteoro ha cedido a la pericia
del viento y, con puerta algodonosa, extático banderín y fachada gris, se
alardea al aire convertido en guarnición. En castillo. En el castillo por el
cual el hombre, presa en su sorpresa reconoce, se había decidido apostar.
Apenas lo cree; se encuentra realmente entusiasmado…
Por
último, ya que la autopista está vacía, no considera arriesgado verificar si el
interior del palacio es antro lúgubre o, como sospecha, recinto luminoso y
amplio. Un segundo antes de alcanzar el vaho caliente de Salinas, el sujeto se
sofoca. Ya transpira. Ya franquea el umbral del valle ardiente. Ya se ciega
ante la luz que invade el atrio. Ya se adentra.
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