Te fuiste sin avisarme, Mona, y esto no sé si te lo voy a perdonar tan fácilmente. A pesar de lo mucho que te debo, a saber: años y años de comida y alojo; una hermana, dos hermanos, tres sobrinos; un recuerdo iluminado por la tranquilidad; una estela de confianza.
Tú tan
pausada, Mona, y te fuiste a toda prisa. ¿Por qué? ¿Para castigarme por qué
cosa? Si tú sabes que yo te pensaba pagar poco a poco, o mejor: bloque a
bloque, las 6 casas en las que me acogiste cuando yo era joven, cuando estuve
alegre, cuando me embriagué de vino, cuando estuve triste o fatigado.
¿De dónde te
salió tanta prisa? Yo te voy a alcanzar algún día, y tal vez entonces,
seguramente entonces, te perdone. Hoy me siento abandonado.
¡Quién lo diría!
Una mujer tan bondadosa y tratando tan fulminantemente a uno de sus hijos
adoptivos. Yo otra cosa tuya no soy, querida Mona, aunque tengo una madre también
buena, que se sorprende como yo, y con lágrimas asume tu pronta partida.
Gracias por
esta extensa familia que nos dejaste. Aunque, ¿qué vamos a hacer tantos
hermanos, sin la suave fuerza de tan buena madre? ¿Sin tu serena alegría? ¿Sin tus
palabras tranquilas? ¿Sin tu despreocupada sabiduría?
Gracias por
esos consejos que me diste: No romperle el corazón a una mujer. Perdonar a mi
padre. No engordar. No beber tanto. Aunque, ¿de qué me sirve tanto
conocimiento, si te fuiste con urgencia incomprensible, a esperarnos al otro
lado del cielo radiante?
Dejaste una
acera en la ciudad, por la que te iba a pasear en diciembre. Me dejaste una lección
de ajedrez, antes de que pudiera ofrecértela. Te llevaste, al menos, el abrazo
feliz que pude darte.
Te fuiste sin
avisarme, Mona, y eso no se hace.
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