No importan el plato asignado ni la invitación entregada meses antes: por más que conozcas a los novios, hay en esa boda a la que irás, un sinnúmero de extraños a los que no tienes más remedio (¡buen remedio!) que sonreír, cuando te los cruces de camino al baño, a la barra, o en la misma mesa en que está tu plato asignado, ya que en esa mesa cabe mucha gente, cómo no.
Si no me equivoco, el propio Cristo estaba festejando en las bodas de Canaán sin saber quiénes eran los esposos. En su caso, lo que importó fue el agua transformada.
En el mío, el hecho de que una hora antes de que acabara su boda, y luego de haberme escondido yo por horas (para no saludarla) tras los arreglos florales, los mozos y las obesas que pululaban en la Sala de Actos, la propia novia se acerco a mí y me preguntó en un inglés domesticado por los años (y en pugna con su húngaro natal): “We haven’t met yet, am I right?”
Y esa, amigos, era esta nueva hojalabra…
La boda es por excelencia La Fiesta de Todos. No importa que la novia sea princesa exclusiva, imposible de saludar en cualquier otro momento. A diferencia del cumpleaños, donde el agasajado adquiere un protagonismo necesario de regalos, elogios y atenciones, en la boda basta con el brindis a los novios para dejarlos quietos por un rato y dedicarse uno a los demás. Incluso, dependiendo la relación que uno ocupe respecto a ellos, la decisión de ofrecerles obsequios o no es opcional.
La diferencia con el “party” es que este último es una fiesta “sin pretextos” y sin familiares (por no hablar del “party” familiar), aunque con amigos a los que eventualmente, uno querrá “como hermanos”.
El bautismo no siempre se celebra. El quinceañeros es un tanto excluyente (solo los padres de la chica y sus amigos; “no colaos allowed”). Y, ¿qué más?
Simple. Muy simple todo esto. Pero usted debe leer entre *** líneas: en una boda nunca se celebra la unión de esos dos seres. ¿Quién ha dicho: “Estoy celebrando porque esa mujer hará feliz al novio”? El que lo ha dicho es la abuela, que se va temprano de la boda. ¿Quién ha expresado: “Hoy me emborracho a nombre del amor tan intenso de estos dos”? Eso no se lee ni en Martín Rivas, que es una novela genial.
¡Aclaro!: uno se alegra por su familiar, por supuesto. Pero nadie invertiría cinco mil dólares en bebida y comida para festejar el hecho de que su hermano o hermana están enamorados. Digo, yo lo haría, si fuese millonario (y el saldo de la compra fueran los susodichos cinco mil).
También hay una explicación a algo de todo esto, pues, por lo general uno como familiar no conoce al novio o novia que lo harán a uno cuñado o suegro.
Así que de las muchas fiestas extrañas a las que he ido, acaso las bodas sean las que más se destaquen. No solo son una tradición antiquísima (en realidad, milenaria), sino que hacen brotar el buen rato y la dicha con elementos (socialmente) inconexos.
La boda a la que fui el sábado pasado, en la que Doña Adela (de unos cincuenta y pico de años) se casaba con un primo de mi Haddys al que yo solamente había hablado una vez hacía una década (y que me hacia la pregunta que ya he dicho) tuvo su ceremonia en el Salón del Reino de los Testigos de Jehová (nada menos), congregación a la que ambos, novio y novia, pertenecen. En la cena y baile posteriores también se integraron al grupo de invitados el propio reverendo y su esposa. Había allí una cantante norteamericana de la que nada sabíamos, salvo que cantaba hermosamente bien, además de otro puertorriqueño que también lo hacía, que amenizó la actividad por más de 2 horas, y que llevó al Club Rotario a sus amigos.
Estos últimos compartieron con prácticamente todas las jóvenes invitadas, al punto de que yo, que no conocía en principio más que a unos poquitos, nunca supe si es que ellos también estaban invitados, pero trabajaban a la vez con el equipo de sonido; o simplemente sabían capitalizar la participación que les tocaba en la actividad. (Incluso pensé que alguna de las chicas con las que ellos bailaron podía ser la verdadera “colá”.)
Además del suegro húngaro y las amistades “nuyoricans” de la novia, estaban el reverendo anglosajón y los invitados boricuas. Politólogos (Ignacio Rivera, nada menos), jubilados, profesionales, desempleados y escritores en ciernes. ¡Esa boda era un microcosmos del mundo!
Yo no presencié ningún milagro… salvo aquella comunión con los demás…
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