¿Cuál es la diferencia entre un “adulto” y un niño? He aquí algunas respuestas incorrectas:
-El niño ignora sobre las cosas y el adulto no. La falacia consiste en olvidar todo lo que no sabe el adulto, comenzando con “qué es la verdad”, pasando por “qué moral es aceptable y cuál no”, y acabando por “cómo regirnos justa y felizmente en sociedad”.
-El niño no se puede valer por sí mismo, a diferencia del adulto. ¡Pero es que toda historia política prueba lo contrario! Ni siquiera de manera individual sabe el adulto manejarse. Si no, ¿de dónde surgen tantos complejos edípicos y tanta depresión?
-El niño es “inocente” y el adulto “malicioso”. ¡Pero yo conozco niños que a los tres años dominan el arte de mentir! La mentira, me parece, es un mecanismo lingüístico que procura establecer una correlación aceptable para el interlocutor entre un suceso y sus causas. Si el niño deja caer el vaso, va a decir: “Se cayó” y nunca, “Lo tiré”. En el fondo, muchas veces, hay una buena intención. El problema está cuando esas mentiras se utilizan para hacer lo que se quiera, y por tanto el problema es uno de albedrío, concibiéndose a la mentira como no inmoral en sí: uno siempre proyecta la mentira a un hecho, el cual es el que verdaderamente va a adquirir el carácter de reprochable. La mentira es una disculpa indirecta, cuando no una incapacidad (también lingüística) a referir las cosas de modo explícito. No olvidemos que el verdadero tabú que se nos impone es el de la sinceridad. El tabú de poder decir: “Mami, me gustaría darle muchos besos a ese nene.” (Exagero, sí, ¡pero es que a mí me encanta Derrida!) Y bueno, sin limitarme solo a la mentira, podemos decir que el robo, la lascivia e incluso algún crimen de mayor envergadura carcelística no son exclusivos de uno u otro bando (niñez o adultez). Así, en todo caso habría que hablar de “niños adultos” (como el caso de un niño brasileño de cuatro años que mató por envidia y celos a su hermanito de tres) y de “adultos niños” (como tanta gente buena que conozco).
Vamos: ¿cuál es la diferencia entre un chiquitín y un adulto? ¿No saben? Yo sí: al niño se le regaña y al adulto no. Es decir, al niño se le inserta en un marco de condiciones socio-morales asimétricas, que propician la actuación “correctiva” de alguien que no sea él mismo. Y al adulto se le flexibiliza ese marco por razones que van desde el “derecho humano” (la prohibición de sancionar injusta y, por lo general, físicamente a otro) hasta el pudor, pasando por el sentido común de no regañar a alguien con más fuerza o “poderío” y llegando hasta el relego de responsabilidad: “Que otro regañe a Fulano; yo, no.”
En el niño se ejecuta abiertamente el poder, y en el adulto ese poder se disfraza. El niño desatiende por momentos ese poder, y el adulto lo tiene en consideración todo el tiempo. He ahí la verdadera distinción entre los niños y los adultos, querido papá.
-El niño ignora sobre las cosas y el adulto no. La falacia consiste en olvidar todo lo que no sabe el adulto, comenzando con “qué es la verdad”, pasando por “qué moral es aceptable y cuál no”, y acabando por “cómo regirnos justa y felizmente en sociedad”.
-El niño no se puede valer por sí mismo, a diferencia del adulto. ¡Pero es que toda historia política prueba lo contrario! Ni siquiera de manera individual sabe el adulto manejarse. Si no, ¿de dónde surgen tantos complejos edípicos y tanta depresión?
-El niño es “inocente” y el adulto “malicioso”. ¡Pero yo conozco niños que a los tres años dominan el arte de mentir! La mentira, me parece, es un mecanismo lingüístico que procura establecer una correlación aceptable para el interlocutor entre un suceso y sus causas. Si el niño deja caer el vaso, va a decir: “Se cayó” y nunca, “Lo tiré”. En el fondo, muchas veces, hay una buena intención. El problema está cuando esas mentiras se utilizan para hacer lo que se quiera, y por tanto el problema es uno de albedrío, concibiéndose a la mentira como no inmoral en sí: uno siempre proyecta la mentira a un hecho, el cual es el que verdaderamente va a adquirir el carácter de reprochable. La mentira es una disculpa indirecta, cuando no una incapacidad (también lingüística) a referir las cosas de modo explícito. No olvidemos que el verdadero tabú que se nos impone es el de la sinceridad. El tabú de poder decir: “Mami, me gustaría darle muchos besos a ese nene.” (Exagero, sí, ¡pero es que a mí me encanta Derrida!) Y bueno, sin limitarme solo a la mentira, podemos decir que el robo, la lascivia e incluso algún crimen de mayor envergadura carcelística no son exclusivos de uno u otro bando (niñez o adultez). Así, en todo caso habría que hablar de “niños adultos” (como el caso de un niño brasileño de cuatro años que mató por envidia y celos a su hermanito de tres) y de “adultos niños” (como tanta gente buena que conozco).
Vamos: ¿cuál es la diferencia entre un chiquitín y un adulto? ¿No saben? Yo sí: al niño se le regaña y al adulto no. Es decir, al niño se le inserta en un marco de condiciones socio-morales asimétricas, que propician la actuación “correctiva” de alguien que no sea él mismo. Y al adulto se le flexibiliza ese marco por razones que van desde el “derecho humano” (la prohibición de sancionar injusta y, por lo general, físicamente a otro) hasta el pudor, pasando por el sentido común de no regañar a alguien con más fuerza o “poderío” y llegando hasta el relego de responsabilidad: “Que otro regañe a Fulano; yo, no.”
En el niño se ejecuta abiertamente el poder, y en el adulto ese poder se disfraza. El niño desatiende por momentos ese poder, y el adulto lo tiene en consideración todo el tiempo. He ahí la verdadera distinción entre los niños y los adultos, querido papá.
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