Acaso lo más que sorprende en un niño (no un recién nacido) es su capacidad ilimitada de sonreír y mostrarse complacido con su entorno. La felicidad de un niño es sorprendente porque en ella no hubo nunca ensayos previos. Un niño aprendió a sonreír en algún momento entre la muerte prenatal y la conciencia. Chupar una teta fue para él (o ella) un estadio de gracia.
Pero esa teta es fea y flaca en ** África.
Recuerdo que cuando yo mismo fui niño y asociaba el video “We are the world” a los anuncios de Unicef, pensaba: “Pero, ¡¿por qué es que paren esas madres?!” Y reconozco que gran parte de la fruición con que almorzaba en la escuela era por ellos, por esos niños (siempre el niño, nunca el padre), a los que le hacía un homenaje indirecto e insuficiente tragándome lo que me cupiera en el desayuno, el almuerzo y la comida hecha siempre de arroz bueno y pollo rico.
Entonces comía por ellos. Hoy se me esfuma el hambre.
Ahora mismo, que recuerdo todo eso, y que la historia no ha cambiado un ápice en ese Continente, pienso que es increíblemente cruda la pregunta, pero me la formulo de igual forma: “¿Por qué paren… sabiendo que sus hijos van a sufrir?” Y es terrible pensar que esos hijos, cadáveres que continúan muriendo después de tantos años, son la esperanza de aquellos padres que murieron ya.
No solo están acosados por la sequía que trae el hambre, sino por el dogma. Sin ideas, viven en el Cuerno de África a merced de los radicales musulmanes rabiosos-¿cuándo-no? El hambre enfurece, y se debe incluso matar (al menos, en medio del desierto) a quien quita el pan. Creer en Alá puede esperar, a menos que envíe el bendito maná que no llueve en Somalia, pero a raudales: que envíe el maná a raudales o que ni se moleste en hacernos creer que es dueño de la órbita terrestre y la solar, de la armonía entre las bestias y del curso de los ríos.
En ese Cuerno no hay ríos, y la zona en realidad pertenece a un dios inmisericorde, más poderoso que su siervo Alá, y que las armas de sus siervos los talibanes. Un pedazo de pan puede en Somalia, en Etiopía, en Eritrea o Yibuti (pero, ¡por Alá!, ¿dónde quedan Eritrea y Yibuti?). Un pedazo de pan puede estremecer el suelo allí con una fuerza más pura y más temible que la que pudieran tener las infanterías de marina más temibles de este Mundo.
La sonrisa de un infante podría y, en efecto, puede estremecer igual.
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