Por: David Rodríguez, desde Nueva York
Estábamos desde temprano en la funeraria para el entierro de Paula. Cada cual, a su manera, había buscado la forma de negar que llevaba dos días muerta: Benjamín se había empinado un cuarto de litro de ron y dos cervezas; Claudia y Anabel se habían desayunado dos Xanax cada una; Raquel había pasado la mañana peleando con las pelusas que se empeñaban en regresar a su blusa negra; Alfonso se había aferrado a su celular y no dejaba de llamar a la floristería para preguntar por qué no habían traído las flores, que cómo era posible que no tuviesen azaleas, que esas eran las flores favoritas de Paula, etc. Y yo obviamente me había fumado mi porrillo y también me había saltado el desayuno. Así que estábamos todos con los alientos amargos, sin comer, adormecidos, espaciados en aquella sala postiza, cuando de momento empezó a sonar la alarma de un despertador bien duro: Prnx… Prnx… Prnx… y a mí me da con pensar que si seguía sonando Paula se iba a despertar como siempre a hacer tareas y a ocuparse de los demás: a prepararle desayuno a Benjamín y a la visita, a buscarle un saca-pelusas a Raquel, a acomodar mejor aquellos bancos desalineados, a abrir las ventanas y amarrar las cortinas, a poner aquel ataúd tan feo en una esquina, hasta que algún empleado de la funeraria la tomara del brazo y se atreviera a decirle “Señora usted está muerta. Venga. Acuéstese aquí. Descanse tranquilita. No, no llegó otra visita. No se preocupe. Esa es la gente de la floristería. Esas flores son para usted.”
Estábamos desde temprano en la funeraria para el entierro de Paula. Cada cual, a su manera, había buscado la forma de negar que llevaba dos días muerta: Benjamín se había empinado un cuarto de litro de ron y dos cervezas; Claudia y Anabel se habían desayunado dos Xanax cada una; Raquel había pasado la mañana peleando con las pelusas que se empeñaban en regresar a su blusa negra; Alfonso se había aferrado a su celular y no dejaba de llamar a la floristería para preguntar por qué no habían traído las flores, que cómo era posible que no tuviesen azaleas, que esas eran las flores favoritas de Paula, etc. Y yo obviamente me había fumado mi porrillo y también me había saltado el desayuno. Así que estábamos todos con los alientos amargos, sin comer, adormecidos, espaciados en aquella sala postiza, cuando de momento empezó a sonar la alarma de un despertador bien duro: Prnx… Prnx… Prnx… y a mí me da con pensar que si seguía sonando Paula se iba a despertar como siempre a hacer tareas y a ocuparse de los demás: a prepararle desayuno a Benjamín y a la visita, a buscarle un saca-pelusas a Raquel, a acomodar mejor aquellos bancos desalineados, a abrir las ventanas y amarrar las cortinas, a poner aquel ataúd tan feo en una esquina, hasta que algún empleado de la funeraria la tomara del brazo y se atreviera a decirle “Señora usted está muerta. Venga. Acuéstese aquí. Descanse tranquilita. No, no llegó otra visita. No se preocupe. Esa es la gente de la floristería. Esas flores son para usted.”
Comentarios
En “La salud de los enfermos” se cuenta, a través de la prosa de un universal maestro del cuento, la historia (el tiempo) de un engaño, mentira u ocultación: Celia y Alejandro han muerto, pero mamá no lo sabe porque no debe saberlo. En “Azalea” se intenta contar (brevísimamente) un conato de locura, un intento de enajenación: Paula ha muerto, pero nosotros no queremos saberlo. El intento de “Azalea” se logra y se convierte en sello del cuento-fuente de donde proviene (es decir, en “ícono” de “La salud de los enfermos”), haya sido éste su propósito o no.
El relato tiene su momento más “exacto” en la imagen que, por cierto, lo resume; es decir, lo sintetiza en imagen-concepto: “estábamos todos con los alientos amargos, sin comer, adormecidos, espaciados en aquella sala postiza, cuando de momento empezó a sonar la alarma de un despertador bien duro (…)” Esta imagen remite a un tiempo particular, que es el tiempo del instante. Ahí acaba, porque quiere ser breve. Dos instantes ya son tiempo. Es decir, historia. Curiosamente, la negatividad recae sobre ellos que están vivos, y no sobre la muerta. En el caso de Cortázar, lo terrible no es perpetrar la farsa, sino cultivarla, ser presos de una mentira. Aquí lo que pesa como un mal es la muerte simple de Paula, su partida. Y sin embargo, se conserva esa ironía adicional que atrapa la vista con la misma complacencia con que lo hace el cuento de aquel barbudo argentino, que medía muchos metros y que también se nos fue, ¡qué ***!