La noche del pasado sábado yo estaba tomando vino en casa de quien fuera mi cuñada, Lourdes Torres Camacho: nombrada, expuesta y ojalá que ahora conjurada. Se encontraban mis suegros, mi esposa y mi otra cuñada con su esposo y su hija, todos sentados en la mesa del comedor que, como vemos, daba para tantos. Yo tenía una botella más o menos escondida cerca de la mesa, pues era una botella grande, de esas que son “dos en una”; y mis intenciones de acabármela completa, restada a mis “buenos modales”, me impedían presentarla grande y plena ante los demás comensales.
Llené mi vaso una primera vez. Diez minutos creo que pasaron. Llené mi vaso de vino nuevamente. Muchos miraron el vaso, pero nadie a mí. Las palabras insidiosas no aparecieron entre las frases de ninguno. De seis personas, había un solo insidioso sentado allí.
Sólo me faltaba llenar el vaso una tercera vez para acabar la botella (y ya pueden hacerse una idea de lo grande que era el susodicho). Fui hasta donde seguía sin desaparecer la botella. Pero cuando vertí su delicioso contenido, éste olía mal, pues estaba mezclado con aceite. Eso: dos vasos llenos con vino y uno, el último, rebosante de inmundicia. Media hora antes habíamos comido sopa, y ahora la sopa estaba en la botella. Una o dos personas se habían levantado en ese tiempo, pero habían vuelto de prisa a la mesa. Sensato es pensar que uno de ellos me hizo la mala jugada, ¿pero quién? O mejor: ¿pero cómo? La botella estaba a la vista de todos, cerca, casi vacía. Era imposible que alguien le echara sopa sin que fuese visto.
Nunca me asusté, pero supe que algo en la situación resultaba incongruente. Cuando todos se levantaron de la mesa (o de las sillas, ¿no es verdad?), le di a mi compañera la botella, para que comprobara por ella misma lo que hasta entonces bien hubiese podido pasar como una alucinación. Y sí: ella puso un rictus de asco cuando olió el vino dañado.
Mi suegro se enojó cuando su hija le preguntó si sabía algo, despachando el asunto como cosas de borracho. Mi suegra habló conmigo y me dijo que ni siquiera había visto a alguien levantarse de la mesa. El esposo de mi cuñada es demasiado noble como para haber hecho algo que, ya dije, hubiese tenido que hacer frente a los demás. Mi cuñada y su hija, por su parte, no abandonaron la mesa sino al final, cuando nos levantamos todos.
¿Qué más? Veo a mi cuñada Lourdes riendo mientras yo derramo el vaso en el lavabo y pienso en ella, contenta de ese pequeño triunfo a favor de mi salud, ella que perdió la suya tan pronto, y que tan abiertamente se expresó en contra de "mi alcoholismo" durante sus últimos días... Yo no creo en los fantasmas, pero existen.
Comentarios
“Es quinientas mil veces más probable que una persona mienta a que existan fantasmas.”
¿Beber, mentir, o creer en los fantasmas?, pregunto yo…